No
sé por qué lloro en el supermercado
cuando
veo las aceitunas,
parece
ridículo llorar por un fruto tan negro de pecho, tan verde como el color de
tus ojos avinagrados
que
se marcharon.
Alguna
vez escuché a un poeta decir
que
uno puede llorar con cualquier palabra o con cualquier cosa si se le da la
gana.
Tal
vez no se trata solo de llorar
sino
de aceptar a esos días que no tenían que levantarse o intentar huir de esos
aguaceros que caen
en
medio de estos pasillos o quizás, aprender a caminar descalzo
como
todos los viernes
cuando
íbamos al supermercado.
Comprar
tus días de verduras sin colores amarillos, llegar a casa y bebernos más
allá del fondo
de
una copa de cristal,
comer
aceitunas lentamente,
de
la misma manera
que
caía nuestra ropa y el cansado trabajo de tu oficina, de la misma manera
que
dejaba descansar las sombras
de
tu diario morir discreto
antes
de que te despertaras.
No
sé por qué insisto en comprar aceitunas si en este momento cualquier cosa
que
vea en el supermercado puede ser como activar una bomba de tiempo.
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