La intimidad
Y
ahora,
atrapados
como estamos
en
estos terraplenes de jugosa luz última,
¿vas
a decirme que no tiene sentido
ni
siquiera atreverse a respirar
a
medida que el viaje de las nubes
se
adentra en las montañas,
respirar
en el límite
y
pensar que detrás de lo que respiramos
está
la imposibilidad de respirar,
la
extática tiniebla?
Te
escribo porque apenas
lo
he hecho últimamente,
arconte
o diosecillo,
ángel
faunesco
o
serpentino mordedor
de
tantas horas que el tiempo no quiso devolver.
Conozco
tus caprichos,
pero
soy más paciente que al principio.
Estoy
sentado, mírame,
al
borde de la oscuridad.
La
luz se filtra desde inmemorables
gradas
por las que no podríamos
descender
o subir.
La
memoria se engaña
creyendo
que conoce el asiento de la sombra.
¿Vendrás
a
hacerme compañía
en
este umbral donde te conocí
para
jugar de nuevo
al
escondite que inventamos?
Ya
sé que no vendrás.
Los
árboles me miran
una
vez más, materia absorta
que
dibujara un día los rostros de la descomposición.
Ahora
soy yo quien los dibujo
para
que, sin necesidad de respirar,
pueda
volver aquí
siempre
que lo deseen las montañas.
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