Esplendor
Estuve
enfermo en primavera
y
qué esplendor tan de repente,
todo
me pareció radiante
y
era como descubrir que te habían engañado,
como
si dentro se te hubiera muerto el dios
tunante
que te dirigía adónde
y
para qué a empujones de rutina
e
impuestos indirectos.
Ya
no era un dios
sino
uno de esos tarados
que
en una maratón se arrastran
por
el suelo para alcanzar la meta
ante
el estadio puesto en pie
(ovación
de tarados
emocionados
ante el despilfarro
de
la energía humana acorazada en voluntad).
Lo
exhumé de mi corazón
para
arrojarlo al cubo de basura.
Entré
en mi cuarto a oír
a
las cosas hablándome en su idioma de cosas,
con
su tiempo verbal hirviendo
de
un pasado que niega ser pasado
y el
frío de un futuro en el que no estaremos:
una
pelota roja canta goles de tu infancia todavía
y
aunque hace tiempo que está quieta en un rincón
hay
dentro de ella aún algarabía de planeta
en
fiesta; ese abanico roto
le
dio aire fresco a tu madre en las tardes
mortecinas
de verano y todavía
ofrece
aire cuando sólo por tenerlo entre las manos
lo
extiendes y sacudes para alzar
en
las noches más tórridas
brisa
y melancolía.
Las
escuché
en
su idioma de cosas que podrían
decirle
a alguien que no va a conocerte
algo
de ti, de quien quisiste ser, de quien no fuiste.
Apenas
un susurro hecho de cosas.
Y de
repente qué esplendor,
como
un secreto que le presta explicación
a lo
que no la tiene,
tatúa
en la corteza cerebral
su
pregunta de niñito perdido:
¿dónde
está lo que importa?,
¿dónde
vamos a empujones
de
un dios tunante que es como esos tarados
que
por acabar la maratón
se
arrastran por el suelo
para
llegar a meta
ante
el estadio puesto en pie –ovación de tarados?
Y
desde adentro se fue alzando
la
claridad
enfundándolo
todo en su respuesta:
quizá
le llamas vida a un simulacro,
quizá
nos desnudamos en disfraces
ante
espejos caníbales,
renunciando
a este himno de estar vivos.
Quizá
somos un himno que
no
necesita amo ni patria ni señor.
Himno
es canto que enlaza a un dios cualquiera
con
quien le está cantando, y eso somos:
no
más que el tarareo de un intérprete
que
trata de prestarle melodía
a lo
que en lengua muerta sienten aún
todos
los que pudimos ser,
fantasmas
encerrados
en
el cristal inquebrantable
de
quienes sí seremos.
De:
“Los días heterónomos”
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