Aleluya
Arrojábamos
cal viva a las mansiones temibles
y
por eso nuestra alegría era más blanca.
Quizá
ninguno dijera jamás
nunca
una palabra sobre el júbilo
pero
es cierto que no podíamos dejar de hablar
y
sacudirse el salitre llegó pronto,
pronto
llegaron las costas y fue cierta la bahía,
nos
convencieron los acantilados.
A
veces nos enfundábamos mal las mallas verdes y los ojos se abrían
y
nos confundíamos como reptiles
o el
pelo se nos ponía lacio, somnoliento y fingido
o
íbamos por ahí con los dedos detenidos de hadas,
pero
siempre había alguno que trastabillaba a medio calzón
y en
seguida saltábamos y el puerto se llenaba de luces,
suficiente
para seguir conversando, golpeando las mesas,
alborotando
el pan. Anochecía al este de la isla.
Anochecía
como una industria secreta,
un
país alargado de códices, parlante y silencioso,
que
averigua mástiles tras la vegetación.
Así
que este es el país que crece hacia adentro,
este
es el país del árbol inmenso
y
bailábamos a su alrededor esforzando a las aves
a su
alrededor del árbol
inmensos
alígeros en sombras sospechosas
con
transparencias estrictas del país
inmenso
bailando
bailando
alrededor
de un árbol en el país
con
festines transparentes a qué son por los puertos
al
pie cantando
en
el puerto cantando los apaches pies peluches
sin
sombra, sin sombra.
También
hubo momentos en las playas lúcidas
para
confesar que apenas sabíamos el nombre de los árboles
que
en nuestra lengua no crecía el gran magnolio ni la menta medicinal,
pero
el agua disimulaba las piernas y los cangrejos dijeron: enmudeced.
Habíamos
pasado los días antiguos de andar la tabla
de
esquivar las culebrinas de tambor dorado,
se
nos pusieron los pies duros
y la
ropa envejeció.
Al
fondo, quieto, un farallón:
el
tiempo empobrecido por las anémonas.
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