sábado, 14 de junio de 2014

CRISTIAN COTTET


 

Nunca, nunca estuve en N.Y.

  

Sentado en un extenso comedor colectivo,
mirando de reojo algunos vecinos de plato,
estregándome los ojos para arrancar lagañas,
recuerdo una niña de cabello casi libre.
En esos días te enamoraba con más frecuencia
que ahora, con más calor, con un trozo de apego afuerino
aunque nunca,
...........nunca estuvimos caminando por New York.


Mi celda era un pequeño cuarto en el séptimo
piso de un tugurio: bebía sólo por beber,
sin razón ni explicaciones: vertí más de una vez
improperios en murallas de los baños: una mujer entonces,
una pequeña mujer de pelo rizo miraba tras la
ventana, asomó su cabeza desde el fondo del salón:
luego me enteré de su espalda doblada, de poemas
cayendo del bolsillo, un sinnúmero de voces cantando
en español, ya que esto sucedía en nuestro barrio
................ya que nunca estuve con ella por New York.


Era Santiago de Chile, y poco a poco hicimos de esta ciudad
nuestra ausencia, el exilio de aquellos que jamás
volaron en avión: los abandonados a la suerte de lo que venga:
hicimos el amor en oscuras esquinas -no por lucirnos
ni por snob, sino por carecer una cama donde hacerlo-:
era nuestra particular derrota la que arrastramos:


el resguardo sucio y hediondo de un hotel barato
nos hizo sonreír por no tener lágrimas para dejar
de propina:
por las calles de esta ciudad bebí lo más fuerte que
encontraba, vomité más de cien veces en la avenida
principal: a ti ni a mí nos molestaron nunca las putas,
ni los negros, ni los «cabeza negra»
que convivían con nuestra propia soledad:
en cambio,
no creyeron cuando dijimos que los golpes dolían,
que nuestros propios derechos humanos eran también
nuestra propia soledad
y que nunca -«por favor, créanos»-
...........nunca estuvimos en New York.


Ahora,
sentado en un extenso comedor colectivo,
mirando de reojo fétidos huesos que acompañan
este plato de aluminio, extraño no haber recorrido
las calles de New York, desconocer la mierda que
arrastra sus veredas, hablar en el idioma putrefacto
de sus muertos, comentar la infinitud de sus burdeles.
Ahora, desorbitada un poco la figura que miro,
me viene de golpe la muchacha de pelo rizo, pidiendo
sólo un poco de agua, doblada en dos, con estertores de muerte,
un hospital:
intento acercarme a su rostro, reconocer la finura de
sus penas en esta basura de quedarnos tirados,
por último, comentar con ella lo ridículo que resulta
no haber estado juntos en New York:
no haber estado juntos en New York
cuando su vida es tan corta -y se pierde, se pierde-
y la tristeza que recuerde
sea sólo de las calles de Santiago,
sea sólo de las calles de Santiago.

 

 

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