Elocuencia
del humo
Todo ese ropaje de
polvo, ese velo de piel
ferroviaria
oscurecida…
Allen Ginsberg
Los
rieles, afianzados al suelo, se estremecen
con
el presagio de una locomotora insumisa de ruedas
acercándose,
con desmedido impulso
a la
estación de origen.
Ya se
escucha el piafar de sus caballos
con
sus crines al viento.
Esos
humos oscuros, tan remotos
trotaban
por el aire; en las nubes añiles
(de
reflejos metálicos porque, tal vez, las ruedas destellaban
el
acero cromado, el manganeso
esa
armazón de rayos primeriza, luego placa, al fin rotor
que
probaba correr a ciento veinte kilómetros por hora
dejando
en los durmientes un suave hollín por rastro y pesadilla)
unas
coces violentas reseñaban la huida
de
quién
por
qué
hacia
dónde…
Uncidos
por una larga brida de cuero, herraje y clavos
los
vagones se avientan con premura, se abrazan y jadean
se
estorban, pisan, saltan sin que jinete alguno los controle
(no
hay un caballerango que sostenga el cabestro
la
montura está suelta, el ronzal cuelga a un lado de la locomotora;
no
hay pie sobre la espuela, ni manos en la albarda).
Qué
sería del jinete
en
cuál vagón buscarle
y
desde cuándo…
Los
rieles se encabritan ante un muro de piedra que pregona
con
un fuete de polvo, el final del camino.
Un
relincho angustioso relampaguea en las nubes.
Es el
humo que tose y asfixia a la caldera.
El
humo en que se inmola
el
tren de mis caricias
por
mi cuerpo.
No
recordaba —torpe— que a partir de mi infancia
juré
prestar ese tren de vapor
a mis
amigos.
con Steve Reich
(Poemas tomados de Cantara,
incluido en El mundo era un prodigio. UNAM, colección El Ala del Tigre,
1998.)
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