El
pez inmerso
El
pez será una ausencia cuando ya no lo nombren
mientras
no puedan verlo las arañas
ni se
le dé por muerto
en
algún nido.
El
pez será el asombro que se finja
cuando
al ir al zoológico
en la
sección de historia se le mire
disecado
encima
de una ficha:
Pez
extinto.
Entonces
se le echará de menos.
Más
de alguno dirá que él sí lo conocía:
era
dueño de un par de poderosos alerones
cubierto
con escamas de metal
y en
la punta del cuerpo
en el
timón de mando
una
cortina de humo
ensombrecía
su
avance.
Y
otro dirá que no
que
el pez era un antiguo rascacielos
especie
de pirámide de vidrio y argamasa
en
donde los muchachos escondían las monedas
robadas
a sus padres.
Y una
anciana gloriosa
(lo
que denotará su estirpe y sexo)
abrirá
los olanes de su blusa
desarmará
su torso
y
enseñará en la aréola
el
cuerpo inconfundible del pez
en
sus costillas.
Y
ella no dirá el nombre que una vez fue
la
herencia del agua
no
dirá que malagua fue un invento de ancianos
y que
no existe otro animal que el hombre…
Se
quedará
desnuda
tan
pez
como
hace ya
muchísimo
estuviera
al
acecho
de un
nuevo golpe
de
años
que
la conduzca
al
agua.
La
mujer
en
medio de la burbuja de aire
surgida
de su aureola
beberá
de una vez lo que una vez dio
a su
hijo
se
enganchará por siempre
en su
anzuelo de madre
y
morirá tranquila
atravesados
los labios por un beso
los
ojos de un crepúsculo blanco
y el
corazón
partido
en tres
por
una gota de agua.
Y los
desconocidos se dirán entre sí…
«Era la
ungida».
Ella
en la
agonía del pez
convulsionada
negará
con los ojos.
Todo
eso fue mentira.
Solo
hay algo que de ella va a decirse
sin
que el hombre recele:
la
mujer era
el
pez.
Siempre
lo ha sido.
Mas
los hombres esperan
porque
habrá de llegar de algún sitio
del
hombre
la
migala.
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