sábado, 23 de julio de 2016

MIGUEL GONZÁLEZ GERTH




Veletas

                                                     Al pianista Bernard Flavigny
                                                     y a su discípula Tita Valencia 



        Más que volando
vienen aeronavegando de no se sabe dónde,
vienen aventurando las borrascas de la vida
hasta posarse con agilidad de pájaro
sobre los ápices de las instalaciones
de los hombres.

        Los hombres son seres convencidos
de haberlo heredado todo.
Creen —pues que supongan es harto más modesto—
que las veletas fueron creadas
por ellos y tan sólo para ellos.
Que su propósito es singular y muy sencillo,
o sea indicar la dirección del viento.

        Mas hay que ver,
hay que afinar el tino y los sentidos
para atreverse a ver
la realidad que ostentan las veletas.
Son ante todo el símbolo del mundo;
son mucho más que las mareadas brújulas
pues no varían según minúsculos motivos.

        Son, además, patricias y poéticas.
A veces giran cual girasoles de agua,
surtidores de luz que pronto se liquida.
Su aparición es siempre una sorpresa.
Su voluntad sin duda es el espacio,
su amor tan sólo es contemplar el viento,
su tino —el trino de las aves—
es una invitación
que presupone un modelo de ala,
de línea nunca recta,
de curva —curvilínea— que se mueve
pero no se inclina,
de tácita —no taciturna—
imagen de soberanía cual bóveda invisible;
con ellas sólo compitieran
en las alturas sigilosas
el júbilo y la tristeza de los campanarios.

        Las veletas siempre se proyectan hacia arriba;
otros móviles podrán tener otras tendencias
u otras miras.
Son estas giralunas que en la noche,
cuando el rigor de la intemperie incide
en el escalofrío —que es frío del alma—
afirman su estabilidad
y su constancia
al descifrar eléctricas tormentas,
y vendavales y ciclones, que son
potencias naturales que no saben
que se cifra en las veletas el parangón
de la futura calma.

        Al contemplar el firmamento
cada veleta acierta en alcanzar la proporción
en que se distorsiona el aire.
El aire no es siempre el portador del canto,
del salmo o la oración,
sino que con frecuencia es vehículo del llanto.
(Se dice que hace mucho tiempo
cierto Pontífice ordenó que las veletas
de su Catedral y su obispado,
de saetas pasaran a ser gallos,
emblemas de San Pedro, el viejo apóstol,
suministrando un cabal afincamiento
a toda cúpula de iglesia;
sin darse cuenta de que igual daba evidencia
de cómo la ironía resulta tan volátil y voluble
como la veleta).

        De las veletas
(que en tierras gálicas se llaman girouettes)
las enemigas son las gárgolas,
extrañas excrecencias en los cantos de las catedrales.
Mucho se ha dicho
de los nobles y simpáticos aleros
y de las celosías
que, sin llegar a celotípicas, espían
la presente ausencia de los buenos días

(pues las ventanas, que son madrinas de los vientos,
respetan la afición de las veletas por lo aéreo).

        Mas no, sus verdaderas enemigas son las
                  gárgolas,
monstruosas bestias cuyo origen tampoco se conoce
(quizá la suya sea una prehistoria
de la que no se dice nada,
ni en las secretas páginas del Génesis),
esas troneras que disparan lluvia muerta,
ángeles negros que parecen despertar de un sueño
    inmóvil.

        La guerra de las gárgolas y las veletas
la bailan dislocadamente
la tempestad y el aquilón
en un onírico escenario lírico
—estocada de Ariel, tajo de Calibán—
que se repite cada vez que se figura
una leyenda,
el desquiciarse un elemento al convertirse en otro,
al concentrarse la ilusión en la quimera.

        Pero esa guerra que nunca tuvo término
sólo es capricho de las fuerzas climatéricas;
no afecta la función que enorgullece a las veletas.
Gallarda su cruzada eterna
que acaba siendo horizontalidad de planisferio,
apuntan con su lanza
al punto cardinal de donde viene el viento,
largo corcel veloz y veleidoso,
que apaga fuegos prescindibles
y azuza fuegos desbordantes.
Son dieciséis los nombres que ha adoptado el viento
y, en consecuencia, dieciséis también las claves
en que se clavan las veletas.
Y al ínterin perenne de los tiempos
dan una nota intemporal y mística,
nota de gracia sobre un conjetural diseño.

        ¿Quién no ha tenido pesadillas
                                         de las gárgolas?
        ¿Quién no ha medido la distancia
                                         con los faros,
        ojos de cristal candente,
                                         salvavidas
        que advierten los escollos de la
                                         lontananza?
        Pero, ¿quién ha soñado lo que sueñan
                                         las veletas,
        que adornan las techumbres
                                         de un mundo alucinado?

        Al final de su mutable trayectoria
se imaginan las veletas
que se adueñan de los mares
y que vuelan agudas como águilas.

         Y aunque aniden por instantes en las nubes
al cabo vuelven a la tierra insomne
donde comparten silenciosamente con el hombre
sus frecuentes avatares.


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