Una tarde pesada
Una
tarde vacía y aséptica,
eso
es todo lo que poseo ahora
mismo.
Mirar por la ventana
del
tercer piso
y ver
las hojas de la palmera meciéndose
como
agujas,
y los
platos ya los he lavado hace
dos
horas o así
y no
tengo mucho más que hacer.
La
luz de la cocina titubea al encenderse
y se
asemeja a una mosca agonizando
mientras
que el bar en el que
quise
leer unos poemas
ha
cerrado este sábado por
la
tarde.
Lo
bueno es que al menos
no he
ido en balde
y al
darle dos empujones a la puerta
y ver
que no se abría
he
comprado una hamburguesa en una máquina
expendedora,
con el kétchup
acumulado
en un lado y el beicon aún
frío.
Todo
lo que tenía planeado para hoy
era
hablar con el dueño
y
rogarle que me permitiera leer algo
o que
me de trabajo, o me invitara
al
café.
Las
calles están vacías, la gente se ha ido
a la
playa o a la piscina de la tía
y me
han abandonado en medio
de
este desastre urbano y sin gracia
y no
me queda otro remedio que envidiarles
porque
para ellos olvidarme es sencillo y simple
y yo
llevo toda la vida intentando
conseguirlo.
Voy a
la cocina, cojo uno de los vasos
que
he lavado antes y abro el grifo
hasta
que rebose.
Lo
miro, lo huelo y me lo bebo.
El mayo
acto de autoconfianza
que
he hecho en meses.
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