Bajo la dulce
lámpara...
Bajo la dulce lámpara,
el dedo sobre el atlas entretenía al muchacho en ilusorios viajes
y un turbador perfume de aventuras
salpicaba de sangre el mar antiguo de los corsarios.
Los galeones, como flotantes cofres de tesoros,
eran abordados por las naos piratas
y el yatagán, las dagas, los alfanjes se hundían
en los cuerpos cobrizos y las manos violentas
arrancaban la oreja donde el zafiro lucía como Vega en la noche.
Las arcas destrozadas de alcanfor y palosanto
volcaban el carey, las telas suntuarias
y el coral, no tan ardiente como el beso del bucanero
en los pálidos labios de las virreinas.
Las antiguas colonias Veracruz, Puerto Príncipe,
el índigo Caribe y las islas del Viento
conocen las hazañas de bajeles fantasmas
y Maracaibo canta con los esclavos su desgana
a la luz que deshace la cabellera ébano de los banjos
en un río de jengibre.
Otras veces al soplo suave de Favonio,
empujado por Tetis y las verdes Nereidas,
el Mediterráneo dorado por la escama de los delfines
dejaba su plegaria fugitiva de algas
en las votivas gradas de los templos.
Allí Venecia en el otoño adriático
mece en la ola púrpura su cesto de corrompidos frutos,
desfalleciente en el abrazo joven de los gondoleros,
y las jónicas islas
se yerguen como mitras de mármol sobre las aguas.
En su lento carro de bueyes rojos avanza Egipto
y Alejandría, Esmirna, Ptolemaida, brillan en la noche
como un velo bordado de sardios
cuyos pliegues sujeta la diadema de Estambul
allá en el Bósforo fosforescente.
El incansable dedo atravesaba Arabia
y el cálamo aromático ceñía con un mismo turbante de cansancio
las cinturas de los amantes.
Al crepúsculo,
surgía Persia como un lento girasol de fastuosidades,
y el bárbaro etíope, negro fénix llameante,
consumía sus entrañas en el furor celoso de la caza
mientras Ceylán los bosques de canela y caoba
silenciaba con el ala de sus pájaros misteriosos.
Muchacho infatigable, bajo la dulce lámpara,
tal vez buscaba una secreta dicha
apenas confesada en su interior.
Cuando los días pasaron, él ya supo
que su destino era esperar en la puerta mientras otros pasaban.
Esperar con un brillo de sonrisa en los labios
y la apagada lámpara en la mano.
Bajo la dulce lámpara,
el dedo sobre el atlas entretenía al muchacho en ilusorios viajes
y un turbador perfume de aventuras
salpicaba de sangre el mar antiguo de los corsarios.
Los galeones, como flotantes cofres de tesoros,
eran abordados por las naos piratas
y el yatagán, las dagas, los alfanjes se hundían
en los cuerpos cobrizos y las manos violentas
arrancaban la oreja donde el zafiro lucía como Vega en la noche.
Las arcas destrozadas de alcanfor y palosanto
volcaban el carey, las telas suntuarias
y el coral, no tan ardiente como el beso del bucanero
en los pálidos labios de las virreinas.
Las antiguas colonias Veracruz, Puerto Príncipe,
el índigo Caribe y las islas del Viento
conocen las hazañas de bajeles fantasmas
y Maracaibo canta con los esclavos su desgana
a la luz que deshace la cabellera ébano de los banjos
en un río de jengibre.
Otras veces al soplo suave de Favonio,
empujado por Tetis y las verdes Nereidas,
el Mediterráneo dorado por la escama de los delfines
dejaba su plegaria fugitiva de algas
en las votivas gradas de los templos.
Allí Venecia en el otoño adriático
mece en la ola púrpura su cesto de corrompidos frutos,
desfalleciente en el abrazo joven de los gondoleros,
y las jónicas islas
se yerguen como mitras de mármol sobre las aguas.
En su lento carro de bueyes rojos avanza Egipto
y Alejandría, Esmirna, Ptolemaida, brillan en la noche
como un velo bordado de sardios
cuyos pliegues sujeta la diadema de Estambul
allá en el Bósforo fosforescente.
El incansable dedo atravesaba Arabia
y el cálamo aromático ceñía con un mismo turbante de cansancio
las cinturas de los amantes.
Al crepúsculo,
surgía Persia como un lento girasol de fastuosidades,
y el bárbaro etíope, negro fénix llameante,
consumía sus entrañas en el furor celoso de la caza
mientras Ceylán los bosques de canela y caoba
silenciaba con el ala de sus pájaros misteriosos.
Muchacho infatigable, bajo la dulce lámpara,
tal vez buscaba una secreta dicha
apenas confesada en su interior.
Cuando los días pasaron, él ya supo
que su destino era esperar en la puerta mientras otros pasaban.
Esperar con un brillo de sonrisa en los labios
y la apagada lámpara en la mano.
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