martes, 8 de agosto de 2017

ELEONORA FINKELSTEIN




La vida de los insectos



I (rezo por vos)

Ese domingo bajábamos por los cerros
(donde la gente es rica y feliz)
en un Volkswagen bajábamos
pero no del todo,
patinábamos, en verdad,
sueltos y saltarines,
como si el viejo Volks se hubiera
convertido en trineo.
Íbamos igual
que aquellos niños de Eliot
pero por montañas sin nieve
rojas y azules.


II (el primo Gus fumaba grass)

¿Cómo bajar?
–Todos en misa, como siempre –dijo.
Y era cierto:
tantos culpables reventando las iglesias.
Más de diez en veinte
cuadras a la redonda. Qué ciudad tan especial.

–Debería rezar –susurró–  mi madre, está muriendo.
–Todos estamos muriendo
(“With a little patience.”, pensé)
“con un poco de paciencia”, recité.
–En cuanto a rezar, tengo mis dudas:
un poema es una oración.

–Guíame –pidió–, nací en una ciudad ajena.
A mí, a una recién llegada.
Le di tales señas que terminamos
en la cima del mundo. Bien.
–¡Guíame! –rogó, ahora con los ojos en blanco.
(¿Estaba rezando?)

Pero yo miraba las luces allá abajo como almas
y la luna allá arriba como a la hostia consagrada.
–Primo –le dije– no puedo guiarte,
pero debo confesar algo incómodo:
últimamente rezo casi todo el tiempo.
Me parece que creo en Dios.


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