La vida de los insectos
I (rezo
por vos)
Ese
domingo bajábamos por los cerros
(donde
la gente es rica y feliz)
en un
Volkswagen bajábamos
pero no
del todo,
patinábamos,
en verdad,
sueltos
y saltarines,
como si
el viejo Volks se hubiera
convertido
en trineo.
Íbamos
igual
que
aquellos niños de Eliot
pero
por montañas sin nieve
rojas y
azules.
II (el
primo Gus fumaba grass)
¿Cómo
bajar?
–Todos
en misa, como siempre –dijo.
Y era
cierto:
tantos
culpables reventando las iglesias.
Más de
diez en veinte
cuadras
a la redonda. Qué ciudad tan especial.
–Debería
rezar –susurró– mi madre, está muriendo.
–Todos
estamos muriendo
(“With
a little patience.”, pensé)
“con un
poco de paciencia”, recité.
–En
cuanto a rezar, tengo mis dudas:
un
poema es una oración.
–Guíame
–pidió–, nací en una ciudad ajena.
A mí, a
una recién llegada.
Le di
tales señas que terminamos
en la
cima del mundo. Bien.
–¡Guíame!
–rogó, ahora con los ojos en blanco.
(¿Estaba
rezando?)
Pero yo
miraba las luces allá abajo como almas
y la
luna allá arriba como a la hostia consagrada.
–Primo
–le dije– no puedo guiarte,
pero
debo confesar algo incómodo:
últimamente
rezo casi todo el tiempo.
Me
parece que creo en Dios.
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