Cine negro
Para
Ariadna Asturzzi
Pálidos jinetes rojos gritan en callejones
negros como la tumba de una estrella rota.
La actriz se desnuda en el beso de un suicida,
y en su boca corre una herida de rubíes solitarios.
Hilachas azules le cuelgan del pelo. Ella
va con un sombrero en llamas entre los flashes.
Zapatos de marfil y lentes oscuros. Ella
va mientras el cielo gotea
en el lomo de un tren abandonado.
Con serpientes pequeñas dibujadas en el iris
y un piercing de plata en su ombligo,
se peina y se mira en la sangre de las prostitutas
como si fuera un espejo. Su lágrima
de rímel está rodando, en cámara lenta
Ella
ve crecer la flor
de la heroína en la extraña silueta de tabaco
que gira por los salones.
Hay una cruz de tinta en el dorso de su brazo.
(Entre los ardientes disparos de la madrugada,
una gabardina vacía con olor a cloroformo
enciende algo y lo ofrece bajo un farol humeante
como cisnes salidos del infierno.)
Por una puerta de servicio, ella
baja las escaleras del anfiteatro a las diez de la noche
sin saber que en la bañera de la habitación número 18 del
hotel
quedaron sus alas de ceniza, desangrándose.
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