martes, 11 de diciembre de 2018

ERICK AGUIRRE




Viajero enfermo


He vivido estos últimos días
en una ciudad reconstruida
hace más de cincuenta años.
Una ciudad de Alemania
que está muy lejos del mar,
donde el recuerdo de un viajero
me trajo a la memoria
un poema de Cesare Pavese
sobre los mares del sur.

He vivido en una esquina quieta
de Halskestrase, en Nüremberg;
en un pequeño callejón
donde a pocos metros abre su boca
y escupe su aliento helado
la estación del metro Maffeiplatz.

Y nada aquí recuerda el mar.
El sol cae demasiado tarde
sobre un horizonte de techos y balcones,
y es imposible despertar a tiempo
para verlo venir de nuevo
desde los verdes campos de Fürth,
más allá de las tierras inmensas
del día y la noche,
donde un aventurero recorrió
isla tras isla:
los paisajes azules y lejanos
que despiertan al viajero
la virginidad de los sentidos;
la gente franca que allí habita
y sonríe fácilmente
como si siempre fuesen niños;
la luz esbelta y tersa magnificando los detalles
en las islas Marquesas o en la bahía de Anaho...

Pero el espíritu de aventura
siempre fue enemigo de la prudencia,
ese hongo venenoso
que paraliza en el hombre
su capacidad de entrega.

Ver el amor llegar,
ver el amor marcharse
en el páramo inhóspito del mundo,
no serviría de nada
si no se obtiene la vida que se ama.

Un cielo y un camino
es todo lo que busca el viajero.
Lo demás puede quedarse a un lado.

Hoy disfruto con pereza
los últimos días de primavera
en esta vieja ciudad,
y la lejanía de mis tierras
al otro lado de los mares
me ha traído a la memoria la extraña voluntad
de ese viajero enfermo
que fue Roberto Luis Stevenson.

Sus versos me recuerdan
que yo también fui joven
y he tenido amigos
(casi todo para ser feliz),
y también extiendo mi vela sin esperanza,
demasiado tarde.


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