Carta abierta a un poeta
Hoy
un amigo me ha regalado su último libro
y
lo que dice el libro es que, en definitiva,
sólo
querría volar alto en el cielo,
pero
se ve reducido a arrastrarse por el fango
que
es la vida cotidiana, la de todos los días,
y
lo más terrible es que uno se acostumbra
y
termina pensando que eso es lo bueno,
chapotear
en el barro, y lo otro realmente
no
deja de ser una bobada, fantasías infantiles.
Tiene
razón mi amigo, hay algo llamado supervivencia
y
en su nombre la especie sacrifica al individuo,
la
estrella devora a la estrella y el universo se fagocita a sí mismo,
pero
como ninguno de nosotros es el universo
nadie
sabe de qué va todo eso y pasa de saberlo,
uno
se conforma con hallar un hueco y allí,
sin
sacar la cabeza del fondo, por si se la pisan,
aguantar
mecha hasta la consumación de los siglos,
que
es como algunos optimistas llaman
a
los pocos momentos que nos quedan de vida.
Bien,
tal vez esto sea así y hasta pueda considerarse
un
resumen cabal del pensamiento humano,
al
menos en cuanto a sus efectos en la mayoría de la gente,
pero
debo señalar que un poeta, como mi amigo,
es
un grano de arena en la máquina del mundo
y
no se contenta con hacerla chirriar,
lo
cual es bastante incluso para muchos sabios,
sino
que necesita salir de su agujero
y
cagarse en los engranajes de la máquina
y
saber si, cuando muera, su cabeza reposará en otra cuna
o
en la cesta del verdugo, segada por la guillotina de la nada.
Está
claro que a los poetas,
aparte
de deleitar a la concurrencia con armónicas estrofas,
lo
que nos gusta es incordiar,
dar
un toque desgarrado al sonido del arpa,
en
una palabra: aguar la fiesta.
Es
así y nadie tiene la culpa de ello.
Además,
si fuera de otra forma,
es
posible que incluso hubiera fiesta,
pero
no invitados.
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