La sopera
Madre tenía una sopera de aluminio brillante,
sin ninguna abolladura, que lucía sólo con las visitas distinguidas, y eso para
una naranjada o un bole de naranjas, de ésas que daba nuestra tierra. Mentira
que fuéramos terratenientes latifundistas, como dijo uno por allí, sino que
teníamos un miniminifundio bien cultivado de qué comer, allá, antes de la
Alianza para el Progreso de los Somozas. Bueno, pues la sopera relumbraba en el
aparador como un artefacto de Benvenuto. Pero los niños somos (o fuimos)
aristotélicos y nos intrigaba, no podíamos concebir, que una sopera no sirviera
para la sopa diaria. Por eso, cuando llegó Mama Rosa, una Argüello grande y
rosada, señorita del siglo XIX que fumaba puros chilcagre y todo el
día estaba rosario en mano con una baraja española llena de reyes, de bastos y
de oros, y vimos la sopera humeante en la mesa, también hubo desconcierto, y
alguien dijo, y estoy seguro que fui yo: Mama Rosa, es la primera vez que esta
sopera sirve para sopa, será porque hay visitas. Mama Rosa sonrió como rosa en
su otoño y Madre nos lanzó una mirada conmovedora, que tenía del rencor y el
disimulo de la clase media cogida infraganti, descubierta en no sé qué esencial
falta de elegancia, en pecado mortal contra la distinción que no permite bajar
peldaño, ni morirse de risa.
De: “Poemas familiares”
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