lunes, 30 de marzo de 2020

ERNESTO MEJÍA SÁNCHEZ





La sopera



Madre tenía una sopera de aluminio brillante, sin ninguna abolladura, que lucía sólo con las visitas distinguidas, y eso para una naranjada o un bole de naranjas, de ésas que daba nuestra tierra. Mentira que fuéramos terratenientes latifundistas, como dijo uno por allí, sino que teníamos un miniminifundio bien cultivado de qué comer, allá, antes de la Alianza para el Progreso de los Somozas. Bueno, pues la sopera relumbraba en el aparador como un artefacto de Benvenuto. Pero los niños somos (o fuimos) aristotélicos y nos intrigaba, no podíamos concebir, que una sopera no sirviera para la sopa diaria. Por eso, cuando llegó Mama Rosa, una Argüello grande y rosada, señorita del siglo XIX que fumaba puros chilcagre y todo el día estaba rosario en mano con una baraja española llena de reyes, de bastos y de oros, y vimos la sopera humeante en la mesa, también hubo desconcierto, y alguien dijo, y estoy seguro que fui yo: Mama Rosa, es la primera vez que esta sopera sirve para sopa, será porque hay visitas. Mama Rosa sonrió como rosa en su otoño y Madre nos lanzó una mirada conmovedora, que tenía del rencor y el disimulo de la clase media cogida infraganti, descubierta en no sé qué esencial falta de elegancia, en pecado mortal contra la distinción que no permite bajar peldaño, ni morirse de risa.


De: “Poemas familiares”


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