I
Notas
de campanas al vuelo
atravesaron
la quietud matinal
y
los maizales ampollados de agua;
un
doblar fugitivo que cesó tan pronto
como
se había desatado. Domingo,
el
silencio respiraba,
incapaz
de pausa alguna:
un
hombre apareció
a
la vera del campo
con
una sierra de arco en ristre
como
si fuera una guitarra.
Se
desplazó y se detuvo a observar
por
entre las ramas de castaño,
puso
su sierra en ángulo,
se
retiró para observar de nuevo
y
pasar de ahí a la siguiente
"Te
conozco, Simón Sweeney,
eres
aquel quebrantador del Sabbath
que
murió hace tantos años."
"Maldito
sea cuanto sabes", dijo,
con
la mirada aún en la cerca
y
sin volver la cabeza.
"Fui
tu hombre misterio
y
lo he vuelto a ser esta mañana.
Entre
los claros de los arbustos
tu
rostro de Primera Comunión
me
veía cortar la leña.
Cuando
los troncos mutilados
del
árbol se iban marchitando,
cuando
el humo de la madera afilaba
el
aire o las zanjas murmuraban,
sentías
mi rastro por ahí
como
si lo hubieran rociado.
Y
te hacía temblar de miedo.
Cuando
te exhortaban a escuchar
en
la oscuridad del cuarto
al
viento y la lluvia entre los árboles,
y
a pensar en los remendones que vivían
bajo
un carretón volcado,
cerrabas
los ojos y veías
un
eje mojado y rayos de rueda
bajo
la luz de luna, y a mí,
deslizándome
desde la llovizna
rumbo
a tu puerta."
La
luz del sol se abrió paso entre castaños,
las
rápidas campanas al vuelo comenzaron
por
segunda vez. Me volví entonces
hacia
un sonido muy distinto:
una
muchedumbre de mujeres con chal
iba
vadeando por entre el maíz tierno;
las
faldas se agitaban suavemente.
Su
movimiento entristecía la mañana.
Avanzaban
susurrándole al silencio:
"Ruega
por nosotros, ruega por nosotros",
la
súplica a través del aire,
hasta
que el campo se llenó
de
rostros recordados a medias,
una
congregación suelta
que
se dispersaba y seguía.
Cuando
me acerqué por detrás,
me
vi de pronto cual peregrino en ayunas,
con
la cabeza ligera, abandonando el hogar
para
dirigirme a mi estación penitencial.
"¡Apártate
de cualquier procesión!",
Sweeney
me gritó,
pero
el murmullo de la muchedumbre
y
sus pies chapoteando
por
la hierba tierna, peinada,
abrían
una vereda adormilada
sobre
la que me proponía pasar.
Seguí
el rastro de aquellos madrugadores
que
habían comenzado la jornada
antes
que los humos en las chimeneas.
Apresurada,
la campana sonó de nuevo.
De: “Station Island
No hay comentarios:
Publicar un comentario