Cuento
Una
vieja soltera se moría
y
sin cesar pedía
al
confesor que estaba cerca de ella
la
palma y la corona de doncella;
y
su afán era tanto
que
era capaz de impacientar a un santo,
aunque
no lo mostrase el padre cura,
hombre
muy ponderable de dulzura.
Una
de tantas veces, sin embargo,
que
estaba repitiéndole el encargo
nuestra
virgen anciana
por
centésima vez en la mañana,
aburrido
el pastor de aquel tema
a
la vieja le dijo con gran flema:
“Mire,
tía Pascuala, que la cosa
es
algo peligrosa,
pues
si su doncellez no es verdadera,
y
la van a enterrar de esta manera
cubierta
con insignias virginales,
el
menor de sus males
será
ir al infierno en cuerpo y alma
tan
solo por la culpa de la palma;
mírese
bien en ello, madre mía,
y
no le salga cara su porfía.
“El
Señor”, le responde, “me es testigo
que
no reza conmigo
eso
que usted acaba de decirme.
¡Si
por algo no temo yo el morirme…!
Ello…
en fin… es del todo… indiferente,
Pero…
mejor será… porque la gente
no
vea… vanidad en mi persona,
que
me entierren sin palma ni corona”.
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