Canción sin palabras
Hasta
la cama de mi vecino
bajó
anoche el Padre Dios,
con
cayado, con ángeles y santos.
Irradiaban
de tal modo,
que
el interior del hospital
se
hizo tan confortable como el calor de una bufanda.
Tocaron
una oración
con
clarines y violín,
y
bendijeron
los
lados de la cama y las medicinas.
Dos
ángeles portaban un libro
con
los lacres rotos;
otros
dos, un icono;
dos,
una muleta, y dos una corona.
De
las lejanas alturas
bajaban
diáconos revestidos,
de
cuyos talones fluía, purificador,
humo
de mirra e incienso.
Las
velas de cera
fingían
cruces.
Los
escalones de cristal
de
la escalera del Paraíso
descendían
hasta la enfermería,
al
pie de su cama de delincuente.
Los
presentes hablaban por señas con él,
devotamente.
Crecían
por la baranda
chopos
de hielo
y
una luna grande como laúd de plata.
Le
oí murmurar.
Toda
la noche ha hablado con ellos
y
con la imagen
de
la Santa Virgen,
Madre
de Nuestro Señor.
—"Dejadle;
no puede escucharos
¿No
advertís que hoy tiene muchas visitas,
señor
escribano?"
Las
rejas se colmaron de celestes panales
y
de colgantes incensarios de estrellas.
Las
ventanas cerradas
se
adornaron con patenas y corporales,
y
el cuarto, apestoso de humedad,
olió
toda la noche a paraíso.
Le
he encontrado
hecho
un ovillo;
ahora
yace en la cama.
¿Dónde
está su alma? No sé. Se había ido.
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