lunes, 7 de diciembre de 2020

ENRIQUE GONZÁLEZ ROJO

 

 


 

Los olvidos

 

 

 

¿Es un descanso el olvido?

¿Es olvido caminar?

Es caminar empezar

a olvidarse del olvido?

Emilio Prados



 

 La evocación no respeta los sepulcros,

desoye la liturgia de lo efímero,

halla a flor de beso antiquísimas bocas,

clava con alfileres el chirrido

de las palabras huidizas,

da con el descubrimiento arqueológico de una caricia

polvorienta de tiempo,

hunde su interrogación

en una de las capas profundas de la psique,

embalsama suspiros,

recuerda.

La mente se desanda,

camina a contrapelo del gerundio,

reconstruye la carne desde el molde

de las huellas,

busca el olor a vida

en la carroña de la remembranza,

le tuerce el brazo a Cronos

para tender la mano a los cadáveres,

recuerda.

Limpia los ventanales de su nuca,

carga su fardo con jirones y jirones de lo ido

para quedar intacta,

sin perder siquiera

el juguete asombroso, terrible y delicado,

de la niñez,

desentume vivencias,

riega las partes verdes

de lo perdido,

recuerda.

Recuerda, recorre para atrás

la biografía, sus episodios,

los cumpleaños, con su atalaya

para atisbar la muerte, la eterna

obcecación de los aquíes

tatuados con ahoras,

el tren que, indiferente,

con sus esbozos de cerebro al viento,

su aullido como herida en los espacios

y sus ruedas desbocadas,

va en lo suyo:

lanzándose al porvenir a toda máquina,

saboreando la meta,

corriendo tras el viento,

ganándole la partida a la llegada,

siendo sordo a las voces congelantes

de los frenos,

de las instrucciones,

de los arrepentimientos del maquinista,

y olfateando en sus proximidades

la estación terminal donde mis ímpetus

se hallarán descarrilados.

Recuerda, y al momento,

volviéndose, viviéndose

fe de erratas del destino,

rememora un firmamento de pájaros inmóviles,

con alas mentirosas;

un tiempo con futuros arrumbados

en los sótanos del presente;

rememora,

y ve cómo el espejo,

con su espía de azogue,

recupera, pujando, las imágenes

que le fueron escamoteadas por la amnesia;

pasa lista a un tropel de rostros,

adioses fracasados,

gritos,

promesas

que no dieron con el modo,

el instante

o el vientre embarazado

para pasar a ser.

Mas ahora, al correr de los días,

cuando he dilapidado

casi todo mi patrimonio sensorial,

cuando derramo llanto

con todo y pupilas,

y está a punto de caérseme

el mundo que retengo entre las manos temblorosas;

ahora, cuando doy en mesarme

mechones y mechones de tiempo

y me siento invadido por el allende

y las avanzadas de su ejército

–las hoquedades de la desmemoria–,

pregunto: Dios mío, ¿cuál era el nombre de aquella

[hembra

que me dejó debajo de la almohada

sus senos, sus caderas

y la carne amasada en lo sublime

de sus muslos?

No lo sé. Lo he olvidado.

Oh masacre de sílabas.

Peste que busca su lugar en mis palabras

para diezmar sus letras.

Mis olvidos,

mi almanaque de ruinas,

dejan a la materia gris

continuamente en blanco, desnutrida,

famélica de nombres,

frases, manos,

ocultos bajo el polvo de mi rastro.

Los olvidos arrojan tarascadas

a la carne interior de mi conciencia,

a mi jardín de nostalgias clandestinas,

al vetusto directorio de entusiasmos

donde se apolillan

mis ilusiones envejecidas

y mis dedos, que se ahogaban de tacto,

están a punto de desmoronarse.

Olvidos, ay, que me roban discretamente,

o a mano armada,

la sonrisa de una promesa,

el pelo huracanado de una aventura,

el decir del filósofo

–que durante días y más días

puso a correr aullidos de metafísica

por mis arterias–,

la palabra seductora con que supe

forzar la cerradura de una carne,

la juventud que en mangas de camisa

levantó un imposible

para que al fin un sueño se encontrara

al alcance de la mano.

Padeciendo poco a poco un holocausto

de experiencias, se diría

que hoy por hoy, como oficio, me dedico

a olvidarme de todo,

a desdecir vivencias,

a dar mi brazo a torcer,

a asaltarme a mí mismo en los lugares

más oscuros del alma.

Se diría.

¿Nada me queda ya?

Con lo poco, lo poquísimo que guardo,

con éstas que podríamos llamar

las pertenencias últimas,

o mi fortuna en el aquende,

he formado un museo

para uso personal

donde me paso horas y más horas

reconociendo olvidos (desempolvados

para ser recuerdos)

o contemplando los cuadros y las estatuas

que entablan con los ojos el lenguaje

del pasado.

¿Nada me queda ya?

¿En el despeñadero de cuál de mis latidos

voy a perderlo todo?

¿Cuándo vendrá la nada

con sus manos amantísimas

a cerrarme los ojos?

El momento culminante,

intransferible,

el hoyo de desagüe hacia el que corre

la colección entera de mis ímpetus,

irrumpirá, puntualidad en mano,

con gestos de destino,

cuando tenga ya el alma agujereada

por los desánimos incontables

de la memoria;

cuando el tiempo,

encogido al presente

(huérfano de premisas,

desheredado de conclusiones)

transforme sus fronteras en murallas,

sin un solo intersticio donde pueda

ejercitar sus vicios el espía;

cuando este ahora opaco,

ciego,

mudo,

se vuelva pordiosero

de todos sus tesoros extraviados,

cuando ya no me acuerde del olvido,

cuando, amnésico, olvide tercamente

de acordarme,

de salir a la ventana a ver pasar el viento

que sopla sin cesar desde el pasado,

o tan sólo repare en que ya todo,

todo,

todo

irremediablemente se me olvida

y pasa a la ultratumba del vacío,

cuando llegue, por último, la hora

de que sea de mí de quien me vea

obligado a olvidarme.

 

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