domingo, 2 de enero de 2022

CHARLOTTE MEW

 

 

 

La casa silenciosa

 

 

Cuando éramos niños, la vieja niñera solía decir
que la casa era como una subasta o una feria
hasta que todos estábamos a salvo en la cama.
Ha estado tan tranquila como el campo
desde que Ted y Janey y luego mamá murieron,
y Tom se enojó con papá y lo enviaron lejos.
Después del juicio, el pobre papá
no podía mantener la cabeza en alto
y no le importa la gente de aquí, tampoco ir a ninguna parte.

Fue difícil escapar a casa de mi tía
ese fin de semana (desde entonces, hace un año,
apenas me deja escapar de su vista).
Al principio no me gustó el amigo de mi prima,
no pensé que lo recordaría:
su voz se ha apagado, su rostro se está oscureciendo
y si me gusta ahora no lo sé.
Me asustó antes de sonreír
—No me preguntó si podía—,
dijo que un domingo por la noche vendría,
me habló como si fuera una niña.

Ningún año ha sido como éste que acaba de pasar;
puede que lo que dice Padre sea verdad,
si las cosas son así no importa por qué:
todo se ha quemado aunque no del todo.
Los colores del mundo se han convertido en llamas,
el azul, el oro, han ardido en lo que solía ser un cielo plomizo.
Cuando uno arde por completo, muere.

El rojo es el dolor más extraño de soportar;
en primavera las hojas de los árboles en ciernes;
en verano las rosas son peores,
más terribles que dulces:
una rosa puede apuñalarte
más hondo que cualquier cuchillo:
y el carmesí te persigue en todas partes.
Delgados rayos de sol, como fantasmas de espadas enrojecidas,
han golpeado nuestra escalera como si,
al bajar, hubieras derramado tu vida.

Pienso que mi alma es roja
como la de una espada o una flor escarlata:
pero cuando éstas mueren,
tuvieron su hora.

Yo también habré tenido la mía,
porque desde la cabeza hasta los pies
estoy quemada y apuñalada,
y el dolor es mortalmente dulce.

Las cosas que nos matan parecen
ciegas a la muerte que nos dan:
sólo en nuestro sueño
viven las cosas que nos matan.

La habitación donde murió mamá está cerrada,
las otras están como estaban,
afuera, el mundo sigue igual,
los gorriones vuelan por la plaza,
los niños juegan como lo hicimos nosotros,
los árboles crecen verdes y marrones y desnudos,
el sol brilla en la torre de la iglesia muerta,
y nada vive aquí excepto el fuego,
mientras papá observa desde su silla,
día tras día,
igual, o de vez en cuando, de un gris diferente,
hasta que, como su cabello,
que mamá dijo que una vez fue ondulado y brillante,
todos se volverán blancos.

Esta noche volví a escuchar una campana.
Afuera estaba la misma niebla de delicada lluvia,
las farolas recién encendidas en la calle larga y oscura,
nadie para mí.
Creo que es a mí misma a quien voy a encontrar:
no importa; algún día ya no pensaré; ¡ya no seré!

 

 

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