Aeropuerto
II
(Teléfono
público)
En
el aeropuerto de Budapest,
un
anciano, vestido con salwar y kameez, se me acercó.
Su
voz era como agua dorada
en
un cántaro rajado.
Gota
a gota, derramó su lenguaje de sitar
por
la sala de espera,
e
hizo signos en el aire
como
el soplo del mar escribe dunas en la arena.
Pensé
entonces que alguna vez
tuvimos
solo el gesto, la seña y el gruñido
para
decir “te extraño”, “¿quieres café?”;
para
contar que “hoy a la salida del trabajo
vi a
un mendigo entre la fila de carros,
llevaba
una canasta con pollitos blancos
que
intentaba obsequiar a los choferes.”
Pero
quizás primero aprendimos a nombrar
aquello
que era semejante a nuestras manos:
las
alas de los pájaros nocturnos,
las
olas del mar sobre tu pecho,
las
raíces moribundas en la greda,
la
mariposa rota por el viento
y la
osamenta del árbol,
que
es la bandera del otoño.
Luego
comprendí que el anciano
preguntaba
por las llamadas internacionales.
Le
ayudé a marcar el número,
le
indiqué cuáles monedas eran buenas
para
el mecanismo.
Lo
dejé a solas.
Desde
mi sitio lo veía sonreír, fruncir el ceño,
concentrarse
en los rumores cotidianos
que
venían a él con un ritmo
que
su corazón reconocía;
como
la trompeta del vecino
o el
canto del gallo
que
resuenan
al fondo
en la distancia
cuando
llamo desde el otro lado de lo inmenso,
cuando
soy el que hace señas al vacío,
y
aletea sus manos para decir:
“estoy
allá”,
o
para indicar la cercanía del invierno.
De
“La brújula del invierno”
No hay comentarios:
Publicar un comentario