martes, 7 de junio de 2022

JHAVIER ROMERO

 

 

Aeropuerto II

(Teléfono público)

 


En el aeropuerto de Budapest,

un anciano, vestido con salwar y kameez, se me acercó.

Su voz era como agua dorada

en un cántaro rajado.

Gota a gota, derramó su lenguaje de sitar

por la sala de espera,

e hizo signos en el aire

como el soplo del mar escribe dunas en la arena.

 

Pensé entonces que alguna vez

tuvimos solo el gesto, la seña y el gruñido

para decir “te extraño”, “¿quieres café?”;

para contar que “hoy a la salida del trabajo

vi a un mendigo entre la fila de carros,

llevaba una canasta con pollitos blancos

que intentaba obsequiar a los choferes.”

 

Pero quizás primero aprendimos a nombrar

aquello que era semejante a nuestras manos:

las alas de los pájaros nocturnos,

las olas del mar sobre tu pecho,

las raíces moribundas en la greda,

la mariposa rota por el viento

y la osamenta del árbol,

que es la bandera del otoño.

Luego comprendí que el anciano

preguntaba por las llamadas internacionales.

Le ayudé a marcar el número,

le indiqué cuáles monedas eran buenas

para el mecanismo.

 

Lo dejé a solas.

 

Desde mi sitio lo veía sonreír, fruncir el ceño,

concentrarse en los rumores cotidianos

que venían a él con un ritmo

que su corazón reconocía;

como la trompeta del vecino

o el canto del gallo

que resuenan

 

                      al fondo

 

                                   en la distancia

 

cuando llamo desde el otro lado de lo inmenso,

cuando soy el que hace señas al vacío,

y aletea sus manos para decir:

“estoy allá”,

o para indicar la cercanía del invierno.

  

De “La brújula del invierno”

 

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