Misterios
A mi hija, Carmen de los Ángeles
Por
la tarde, un hombre y su hija se bañan en el mar.
El
mar escoge algunos de sus dones
para dejarlos en las manos del hombre.
La
creación y las huellas de las criaturas.
Llegan
a sus manos, sin que lo sepa,
tres piedras que son las virtudes que miran más hondo.
Nunca
se ven estas piedras como cuando salen del mar,
nada como esta agua y el sol vespertino, sobre este flanco de la creación;
pero una piedra que en nada luce, dejada también por el mar sobre las manos del
hombre,
es rechazada y devuelta a las olas de la orilla:
mucho después, la buscará inútilmente el hombre arrepentido.
¡Llave de plata, eres como los ríos,
siempre entras de soslayo en el misterio!
La
hija, entretanto, nada conoce excepto su júbilo,
y la espuma la cubre y la deja blanca como la piedra de la fe.
Y al rato, con los rizos negros brillando sobre los hombros, dice:
quiero ir hasta el río.
Una
vez allí, es tan llana y dulce la corriente,
que sin cuidarse entra en ella el hombre,
sólo para tropezar y herirse con ocultos guijarros,
y hundirse en hoyos y limos que había olvidado.
Al alzarse, insiste y va hasta donde se juntan el río y el mar,
y descubre que la corriente de un río tan llano que sólo llegaba hasta los
tobillos,
de pronto lo arrastra y no hace pie.
Su hija quiere seguirlo y la corriente la va arrastrando,
el hombre se sobrepone, puede otra vez alzarse, la ataja y la carga en sus brazos,
hasta la orilla, a salvo.
¿Era la piedra que rechazamos?
Otra piedra dorada se había colado entre sus dedos,
y fue recogida y puesta a buen resguardo.
El amor, que ha estado desde el comienzo entre ambas orillas, vigilando,
recuerda todo y deja los zapatos de la niña sobre la corriente
para que los caminos se dirijan al destino más alto.
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