miércoles, 23 de noviembre de 2022

JULIA VAN SEVEREN

 

  

Matasanos



¡Qué buena es esta fruta! ¡Qué grato es ir metiendo, con cuidado, el cuchillo para quitarles la bien adherida piel suave, de un amarillo verdoso, a estas pomas apretadas y llenas! ¡Con qué deleite se hunden los dientes en su carne abundante y fresca y tierna y aromada!

La boca pura se estremece. El paladar sencillo y casto siente, como en las comuniones de ritual, una gozosa humildad mística. He aquí que la tierra, como Cristo, ha dicho: esta es mi carne…

Señor, ¡si todo es sangre tuya, si todo es carne tuya, el jugo de esta fruta como el de la uva, la carne de esta fruta como la del trigo!

Con el olor a alcanfor y, más que a alfanfor, a miel blanca, estos matasanos maduros, no sé qué otro recuerdo me ha venido ahora. Será tal vez el un corral o el de un árbol; o bien el de un árbol grande y viejo en el corral de una finca que vi hace mucho. ¡Un árbol viejo! ¡Un árbol cargado de estos frutos! La última cena bien pudo haber sido a la sombra de este árbol.

En ese corral había olor a vaho de terneritos, a vaho de buey. Todo me viene en el recuerdo. Y había olor a estiércol. Estas cosas también son de Él. ¿A qué otra cosa podía oler el Establo?

Buen abono, buenos frutos. Los de ese árbol, que comí de niña, debieron ser pesados y llenos y redondos; y han de haber tenido esa piel fina y lisa como éstos; y carne blanda y fresca y olorosa a alcanfor, y en el centro, como único material, dos pepitas recias, forradas en una película transparente con venas amarillas.

¿No has pensado tú que comías un aroma? ¿Alcanfor, mirra, incienso?



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