Matasanos
¡Qué
buena es esta fruta! ¡Qué grato es ir metiendo, con cuidado, el cuchillo para
quitarles la bien adherida piel suave, de un amarillo verdoso, a estas pomas
apretadas y llenas! ¡Con qué deleite se hunden los dientes en su carne
abundante y fresca y tierna y aromada!
La
boca pura se estremece. El paladar sencillo y casto siente, como en las
comuniones de ritual, una gozosa humildad mística. He aquí que la tierra, como
Cristo, ha dicho: esta es mi carne…
Señor,
¡si todo es sangre tuya, si todo es carne tuya, el jugo de esta fruta como el
de la uva, la carne de esta fruta como la del trigo!
Con
el olor a alcanfor y, más que a alfanfor, a miel blanca, estos matasanos
maduros, no sé qué otro recuerdo me ha venido ahora. Será tal vez el un corral
o el de un árbol; o bien el de un árbol grande y viejo en el corral de una
finca que vi hace mucho. ¡Un árbol viejo! ¡Un árbol cargado de estos frutos! La
última cena bien pudo haber sido a la sombra de este árbol.
En
ese corral había olor a vaho de terneritos, a vaho de buey. Todo me viene en el
recuerdo. Y había olor a estiércol. Estas cosas también son de Él. ¿A qué otra
cosa podía oler el Establo?
Buen
abono, buenos frutos. Los de ese árbol, que comí de niña, debieron ser pesados
y llenos y redondos; y han de haber tenido esa piel fina y lisa como éstos; y
carne blanda y fresca y olorosa a alcanfor, y en el centro, como único
material, dos pepitas recias, forradas en una película transparente con venas
amarillas.
¿No
has pensado tú que comías un aroma? ¿Alcanfor, mirra, incienso?
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