El hijo
Te
miré desde adentro.
Desde la mínima partícula
del corazón
y su corriente roja,
y en un largo sollozo
proyecté con mi cuerpo
tu camino.
De
este dolor no se habla nunca,
pero yo te lo digo,
raíz pequeña y dulce,
para que no lo hieras:
tan cerca están sus voces de la muerte.
En
la pauta de luz de cada nacimiento
el tácito convenio con la vida
junta en su copa el esplendor y el llanto.
Así, viajeros que de iguales,
jamás se tocan en el gran destino.
Tu
levadura oculta me camina,
y, a pesar de su canto,
me va sembrando espinas.
Yo sé que el mundo será tuyo
y que has de recorrerlo sin mi mano.
El
corto espacio de la inmensa tregua,
es la ternura maternal,
y es la pavura
de ver crecer la ausencia,
insospechada ruta de adioses y regresos
cuando el alma se muda de experiencia.
De
la dulzura pasa a la amargura,
de la blandura a la rudeza ciega,
y del anhelo vago
de hacer más amplia la cintura,
sólo queda la voz transfigurada
y un puesto mudo en nuestra mesa dura.
De: “Los ríos han crecido”.
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