Clínica del poeta menor
El
poeta menor tiene la culpa.
Se echa en la orilla del agua
que por el pico arrastra,
hasta somnolencia le da
rumiarse siniestro o torpe
ejecutor en segunda lengua.
Un
armario podría dejarnos
con las obras incompletas
de la poesía menor que lee:
comienza por el cono sur
y desciende a rozar las rocas
con los dedos del pie.
Camina
como revoloteo
de gavilán y gestea aquí,
por ejemplo, el calque
de la escuela que mutila.
Estatua folclórica
o caricato movimiento
arriba
a las sinapsis
que calibran sus ensayos
cuando lo observamos
―yo también lo espío―
tomar sus pastillas:
50 miligramos de viajes
por
el mundo orwelliano
para que se afinque cual caballo.
Pero este poeta menor que soy
zanca en hora álgida y planea,
sagitariano, cómo arrearse
a contracorriente.
Está
pariendo un don:
dona sus ropajes a otras fosas
en la vecindad del huerto;
empírico se acorta
y, bajándose del palco,
nos deja de trinar.
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