lunes, 8 de diciembre de 2025

PEDRO GEOFFROY RIVAS

 

  

Vida, pasión y muerte del antihombre

 

 

I

Nacencia en el paisaje igual a siempre y olvidado siempre,
incierto, de cenizas amarillas y dulces,
idéntico a sí mismo desde hace quién sabe cuántos vagos y ardorosos milenios,
ecuación desmedida en el preciso instante en que el grito y la sangre se confunden,
allá,
cuando mi madre era más bella entonces
que todos los huertos frutecidos en el sueño con hambre de los hombres.

Milagrosamente,
mi corazón de nube desató sus silencios
y mis ojos con nidos donde van y vienen mariposas y velas
estremecieron la luz al deshojar la planta sin nombre de un recuerdo.
Entonces fue,
en lo más hondo de mi tierra,
entre limos de angustia, despiadados torrentes y lejanos misterios
en vuelcos trascendentes desahogando ríos,
la renuncia fatal,
la escisión fragorosa que se quedó entre los dos como un secreto,
el desgarramiento aquel, único lazo ya que nos unía,
como si alguien arrancase un sueño de repente
y el socavón oscuro quedara empapelado de tristeza.

Con un afán de árboles,
ella desenterró sus muertos para esta mi vida en que culminan diez millones de vidas,
crucificó su nombre en el corte de todos los caminos para mi anhelo alzado y sin fronteras
y nutrió mis raíces en el hueco de una vieja nostalgia de ojos madrugados.

Y fui yo solo entonces a taladrar mi brecha,
prolongando un dolor que me llegaba nadie sabe de dónde,
a llenar mi destino de ser apenas un jabón en el sueño,
a pulir mi diamante, a descubrir mi pozo,
a levantar muy alto unas cuantas banderas de alegría.

 

 

II

Un niño triste a veces se me asoma a los ojos,
pálido niño, pálido de silencio y de anhelo.
A veces también lloro por mi frustrada ancianidad,
grito sobre mi muerte lejana y prematura,
sumergido en angustia,
como quien hunde la cabeza en una almohada
para que nadie vea sus latentes racimos de tristeza.

Mi corazón de túnel abierto a la esperanza
se anegó de preguntas al descubrir el mundo.

Flor de monstruosos pétalos que sabían a sombra,
fue deshojando el lento conocer de las cosas.

Mía fue la sangrienta martingala
de pasión despeñada y sin sosiego.
Míos fueron los álgidos delirios de flechas desatadas,
de torrente sin rumbo, de soledad sin alas.
Míos fueron los surcos del hambre sin semillas.
Mía la herida cruenta.
Mío el sonido ciego.

(Como de lentos nudos desatándose,
como de negros faros viejas luces
Que despiertan así, de noche, sin motivo,
Para espantar fantasmas de velas en el sueño,
Como de antiguas tumbas respiración sin sombra,
Como coronas, grillos, o como rejas duras
De cárceles de donde nunca debe salir lo que penetra,
Como helados museos de momias y de trajes sin cuerpos,
Como sueño sin sueños,
Como muerte).

Ah, la respuesta entonces de verdades inciertas.
Ah, la escueta y tremenda negación de la vida.
La mentira a la altura de la sed y la fiebre
Y la atónita espera desangrándose en versos
Y el inquirir sin término y el preguntar por nada.

 

 

III

Venían, iban barcos.
De ti, hacia mí. De mí hacia ti.
Iban, venían barcos de ojos y semillas.
Venían, iban barcos sonámbulos, desesperados barcos.
Iban, venían barcos y se iban sobre mares de olvido sin mañana.

Ah, corazón en llamas, desplazado, destruido,
expresando a voz alterna de ansia y alegría,
flor abierta y sangrando su respuesta sin el claro motivo de una sola pregunta,
como tú llegaste contra todas las lógicas del mundo
y ya no podrás irte aunque lo quieras.

Abierta herida abierta en el costado,
voz de antiguos metales con cantar de siempre,
luz transida en mi noche,
desesperado llanto,
sombra mía de sombras que nunca me abandonas,
lenta espiral rodeándome la vida,
persiguiéndome siempre,
perseguida,
dulce nudo,
milagro.

Era en mí, era en mí, era en nosotros como una llama viva,
estaba, estuvo siempre, y tú no lo sabías y yo no lo sabía
y nosotros que nunca los supimos.

Ah, compañera, compañera mía, dueña del mundo, esclava.
Ah, silenciosa mía silenciosa.
En rubias olas altas desatada,
en lóbregas tinieblas la más honda, la más negra, la más desatendida.
Agua sabia de ignorados manantiales,
claro sol de inexistente cielo,
madrugada de amor,
chorro de sangre nueva para mi corazón desamparado.

Tú y yo concretamos el tiempo y la distancia,
limitamos la vida como entre dos paréntesis
y ordenamos el mundo con una geografía inusitada.

 

 

IV

De légamos profundos, inconforme,
levantándose absurda, desmedida,
monstruosa de protestas,
agria voz que me agobia,
que me empuja,
que me alza y me sumerge.
Ronca voz que desconoce las palabras,
ancho grito sin fondo,
hosco alarido
descubriéndome entrañas ignoradas,
estrujándome perdidos corazones,
ahogándose gargantas imprecisas.

Ola de agua sin cauce,
inopinada,
violento viento ardiente sin fronteras,
oscurecida voz mía y ajena
resonando en oídos que siempre la esperaron,
envolviendo la sangre en venas nuevas,
encendiendo otros ojos
desatando otra lengua.

Enmohecidos brazos la enarbolan,
puños que antes colgaban,
ruda testuz erguida
negándole al yugo y al inútil arado.

¿De dónde vino a mí?
¿De dónde fue en nosotros?
¿Quién arrojó semillas a los surcos hambrientos?
¿Desde cuándo eran nuestras las estrellas?

De aquí. De allá. Ellos. Nosotros. Desde siempre.

Para qué preguntar.

Lento buzo de fuente humilde y mínima
trajo palabra antípoda para la voz alzada,
desbordada respuesta, ancha, sin tregua,
palpitando en las vértebras mismas de las interrogaciones,
médula joven mía, tensa y firme.

Y a los potros del viento fatigaron los ecos.

 

 

V

Vivíamos sobre una base falsa,
cabalgando en el vértice de un asqueroso mundo de mentiras,
trepados en andamios ilusorios,
fabricando castillos en el aire,
inflamando vanas pompas de jabón,
desarticulando sueños.

Y mientras,
otros amasaban con sangre nuestro pan,
otros tendían con manos dolorosas nuestro lecho engreído
y sudaban para nosotros la leche que sus hijos no tuvieron nunca.

Ah, mi vida de antes sin mayor objeto
que cantar, cantar, cantar,
como cualquier canario de solterona beata.
Ah, mis veinticinco años tirados a la calle.
Veinticinco años podridos que a nadie le sirvieron de nada.

Pobrecito poeta que era yo, burgués y bueno.
Espermatozoide de abogado con clientela.
Oruga de terrateniente con grandes cafetales y millares de esclavos.
Embrión de gran señor, violador de mengalas y de morenas siervas campesinas.

Y me he muerto en la flor de los años y a media carcajada de la vida,
cuando era una promesa para varias familias
y una clara esperanza para dos o tres patrias.
(¿Cuántas niñas cloróticas lloraron sobre esta mi muerte sin sentido?)
(¿Cuántos borrachos repitieron entre hipos mis inútiles versos?)
(¿Cuántos curas rezaron por el descanso eterno del alma que no tuve?)

Y descendí también a los infiernos.

He visto al hombre desnudo y tembloroso
purificarse en llamas de miseria.
He visto al hombre en toda su terrible verdad,
en su espantosa y sublime verdad,
revolcarse en los lodos de las más cruentas y salvadoras objeciones,
empinarse en los inicuos pedestales de las más íntimas y dolorosas bajezas
y surgir transparente de los fuegos de su propia recriminación.

Y también me levanté de entre los muertos.

Violento, desatado,
como un huracán recién parido,
colgado de mi angustia,
despeñado en mis ímpetus,
con los ojos cuajados de asombro y la palabra apenas murmurada
dejando todavía acre sabor de sangre entre los labios,
cargado con el enorme peso de la respuesta única,
ardido en los crisoles de hondos regocijos,
resurrecto en la alegría fecunda y madrugada
que puso en mi cariño dos radiosas auroras proletarias.

Y el camino fue ancho y la luz fue más viva.

1936

 

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