miércoles, 26 de febrero de 2014

YOLANDA CASTAÑO




Pasé tantas veces por aquí, y nunca os había visto.



Estamos elaborando un inventario minucioso,
como el herbario de una constelación impredecible.
Están primero los lirios, aderezo de estrellas precipitadas,
las dalias y los crisantemos,
hay que contar a las amapolas porque también lo merecen las
flores tímidas y menudas.
La de la higuera es una flor subliminal.
Las más librescas de todas, las inflorescencias en capítulo.
La orquídea es claramente una flor sicalíptica,
se imita demasiado, no sigo por ahí.
El hibisco llena de antojos y proverbios la tarde.
Hortensias: contadme cuánto de feliz fui aquí.
Están los iris, la lavanda, la llamada rosa de té.
Y luego está la magnolia que, como su nombre indica,
en tiempos debió de dar emblema a algún tipo de soberanía mongol.
Calas, anémonas, el aguerrido síntoma del rododendro.
Después están otros prodigios registrables en latitudes apartadas,
como la indecible flor del chilamate,
que se siente pero no se ve, como
ese profundo amor que sube como un bramido desde las rodillas.
Hay
adargas de río, rosas chinas, dientes de león.
Tenemos también cosmos y azar y pensamientos pero esas son ya
flores más conceptuales.
La pasiflora es como el trono de una respuesta, el
baldaquino de una consideración.
Hay flores que llevan para siempre el nombre del primer ojo que las vio.
Lilas, caléndulas, clavellinas.
No puedo olvidar las mimosas, enjambre de diminutas advertencias,
ni a mis absolutas consentidas: fragor indecente de las buganvillas.


Pero, ya os decía, no sé, es curioso,
pasé tantas veces por aquí y
no,
no os había visto
nunca.


(Traducciones al castellano de la autora)


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