O
quam te memoren virgo
Esta
tarde he vuelto a la muchacha de mis 16 y 17 años
aquí,
en Granada de Nicaragua, cuando era niña
y
catorce septiembre afilaban sus senos.
He
vuelto a nuestro encuentro predestinado desde antaño
al
día en que ambos nos cogimos de las manos en una fiesta de cumpleaños
donde
la suavidad musical de su espigado cuerpecillo
penetró
en mi alma que estaba ya a su servicio
porque
nadie encerraba lo que ella encerraba:
aquella
cadencia rítmica de sus caderas
aquellas
mejillas que decoraban su sonrisa
aquel
pelo que jugaba con el viento
y
porque tenía para mí
la
primavera de todos los siglos
volcada
en su vientre.
He
vuelto a sentarme con ella bajo los aleros de su casa
a
platicar con su hermana a la orilla del tocadiscos
a
escribirle unas cuantas cartas de amor
a
conversar con sus padres para visitarla cuanto quisiera
para
ir solos a misa. Al cine y al estadio
y
desde ese día
su
casa era mi casa
porque
nos acurrucábamos en el nido de la noche
y
teníamos las venas encendidas de amor
y
necesitábamos mucho tiempo para apagar nuestro fuego.
Y
en aquellos días no existía nadie más que mi niña
y
nada me atraía como ella
ni
las diversiones ni los libros
y
cuando regresaba de su casa me decía a mí mismo:
“Si algo traigo para decir,
dispensadme,
en el bello camino lo he olvidado.
Por un descuido me comí la espuma:
perdonadme, que vengo enamorado.”
Y
estaba construyendo mi mundo con mis propias manos
y a
veces ella sospechaba que debía construir su mundo
porque
sabía que el mundo de todas las cosas
y
todas las cosas del mundo
estaban
en mis palabras;
entonces
sembré mi hontanar bendito sobre su seno.
Pero
de aquellos días no queda nada
porque
ella llevaba a otro sitio la batalla
y
todo me viene esta tarde
cuando
recuerdo que llenó mis 16 y 17 años
aquí,
en Granada de Nicaragua,
mientras
huyo de su dominio
y
el sol poco a poco deja de brillar para mí
mientras
no me queda ya nada más de ella.
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