domingo, 6 de julio de 2014

FRANCISCO ARRILLAGA



 

En la ciudad de piedra

 
 

Los vientos empujando las nubes
dejan entrever luceros.
De cuando en cuando
una estrella se cae de la nada
y viene a reposar en lo profundo
del final horizonte, o en las aguas.

Ráfagas que despiertan las miradas
de los ojos de arriba,
y atraen las miradas
de los ojos de abajo.

En la ciudad el rumor de los vientos
al cruzar de las calles, tiene el eco
de mareas humanas al cruzar las esquinas
para tomar el subway a las cinco.

Para crear las voces interiores
hay que crear silencios,
o irte al Bowery a escuchar la nostalgia
de un borracho, cantada en ronca voz,
la comisura de sus labios espumados y amargos,
y los ojos llorosos, de unos tristes recuerdos.

La mentida mentira de la vida
sentada sobre un banco en la pequeña iglesia
al terminar de Wall Street.

Afuera el viejo cementerio y las palomas
comiendo de las manos de la vida
de la generación de la desesperanza,
donde ya no hay amor, ni dolor, ni tristeza,
sólo el pasar del tiempo.

Los harapos y arrugas guardan ecos
de las voces y ruidos ya perdidos.

Mientras los vientos acá abajo
se doblan en la esquina de la vida y del cemento,
allá arriba siguen empujando nubes,
dejando entrever luceros.
Y la estrella ya no cae de la nada,
ni viene a reposar en lo profundo
del horizonte, o en aguas de los mares.

Va saliendo un fulgor de la mente
que viene a descansar en sentimiento;
hay un viejo cantar irlandés espumeante,
y se alzan puños blancos a los cielos
con otros puños blancos levantados;
los ojos unas veces hacia arriba,
otras veces al suelo.

 

 

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