Excavación
del aire
Allá
lejos —Là-bas— hubo una piedra hundida
donde
el aire pareció detenerse.
Un
trozo de basalto —vestigio de cuando los volcanes
eran
los dictadores del reino mineral y las plantas
(todas
desconocidas) peleaban con el humo
por
la tierra—
parecía
milagroso entre la lava ardiendo.
Piedra
mayor que el polvo diamante de lo intacto
se
mojaba de musgo; al aire
ardía.
Con
sus huellas verdosas resbalaba un camino
de
ceniza y de fuego:
escritura
de calcio rupestre y cuneiforme
en
los huesos del aire
la
voz —de primigenia hechura—
se
solidificaba.
Y qué
decía —Là-bas—
que
allá lejos
en el
mundo ficticio de los tiranosaurios
las
migalas intentaron asirla
con
sus dientes.
Cómo
la tradujeron los nuevos celacantos
si
allá lejos —Là-bas—
en
las profundidades
ningún
megalodonte vio el signo
del
basalto.
No
decía nada que pudiera explicarse
sobre
el mundo:
el
hombre no había nacido aún
de la
espina del pez
del
huevo
de la
piedra.
Era
tan solo el aire
presagiando
las alas que vendrían a surcarle
quien
lo buscaba al fondo del basalto.
Era
un aire —Là-bas—
que
viajaba lentísimo: inmóvil
pero
adherido al polvo que iba adquiriendo el humo
al
convertirse
en
roca.
Y no
era piedra
porque
entonces (y más si era basalto)
contuvo
la ceniza —pez óleo volcánico—
de lo
que sería
el
agua.
Así
toda placa tectónica que removió la tierra
fue
bautizada al fuego
bajo
el nombre del aire.
Tuvimos
de esperar que Dios hiciera el agua
para
creer en los peces.
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