domingo, 24 de enero de 2016

LUIS ARMENTA MALPICA




Excavación del aire



Allá lejos —Là-bas— hubo una piedra hundida
donde el aire pareció detenerse.
Un trozo de basalto —vestigio de cuando los volcanes
eran los dictadores del reino mineral     y las plantas
(todas desconocidas) peleaban con el humo
por la tierra—
parecía milagroso entre la lava ardiendo.
Piedra mayor que el polvo     diamante de lo intacto
se mojaba de musgo; al aire
ardía.
Con sus huellas verdosas resbalaba un camino
de ceniza y de fuego:
escritura de calcio     rupestre y cuneiforme
en los huesos del aire
la voz —de primigenia hechura—
se solidificaba.

Y qué decía —Là-bas—
que allá lejos
en el mundo ficticio de los tiranosaurios
las migalas intentaron asirla
con sus dientes.

Cómo la tradujeron los nuevos celacantos
si allá lejos —Là-bas—
en las profundidades
ningún megalodonte vio el signo
del basalto.

No decía nada que pudiera explicarse
sobre el mundo:
el hombre no había nacido aún
de la espina del pez
del huevo
de la piedra.

Era tan solo el aire
presagiando las alas que vendrían a surcarle
quien lo buscaba al fondo del basalto.
Era un aire —Là-bas—
que viajaba lentísimo: inmóvil
pero adherido al polvo que iba adquiriendo el humo
al convertirse
en roca.

Y no era piedra
porque entonces (y más si era basalto)
contuvo la ceniza —pez     óleo volcánico—
de lo que sería
el agua.
Así toda placa tectónica que removió la tierra
fue bautizada al fuego
bajo el nombre del aire.


Tuvimos de esperar que Dios hiciera el agua
para creer en los peces.




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