El
hombre que pasea por Manhattan
El
viento de diciembre columpia en la distancia
el
esqueleto frío de los árboles.
Central
Park susurra un villancico
enigmático igual que puntos suspensivos.
Manhattan
se maquilla en los espejos
y
viste de alegría su silueta lasciva
de mujer veinteañera,
bella
hasta la herida y caprichosa.
Mientras,
él
intenta despacio adivinar
en
qué bando milita esa mano que late
hundida en el bolsillo
al
ritmo del semáforo en la quinta avenida.
Nueva
York es un niño henchido de futuro.
Solamente
en Manhattan puedes sentir los labios
del ombligo del mundo besándote en la boca.
Después,
puede
que la ciudad
vuelva a desvanecerse igual que un espejismo.
Él
observa despacio
la
escarcha a las orillas del río Hudson.
Cada gota de hielo
contiene la grandeza de un deseo.
De
repente recuerda
un cuadro de De Kooning.
Ocurre
algunas veces:
la
realidad y el arte anudan sus extremos.
Existen
lluvias grises y océanos celestes,
palabras
y desiertos. Del mismo modo que
el
cielo y el infierno están aquí y ahora.
Tan
sólo hay que aprender a distinguirlos.
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