Vida y obra del espacio
A Guillermo Tovar de Teresa
No es
verdad que el espacio
sirva
como lugar en que se citan
oquedades,
rendijas, intersticios
celebrando
el congreso de la nada.
No es
el telón de fondo
donde
hay algo que salta y representa
ademanes
de ser, gestos de cuerpo.
No es
tampoco un vacío donde aflore,
con el
solo habitante de la asfixia,
el
único rincón en que la historia
no
puede respirar.
Hay
espacios que nacen, que gatean
con sus
tres dimensiones. Espacios que se yerguen,
sumándole
agujeros a su hueco,
hasta
la edad madura del abismo
–donde
está siempre el vértigo asomado–
o hasta
esbozar un ámbito que abarque
desde
tu boca abierta hasta los cráteres
que se
abren en la luna.
Hay
espacios amantes, cuyo coito
–logrado
al presentar el pasaporte
que
goza de la visa de la entrega–
extraditan
sus límites y acaban
con el
crónico mal del que adolecen
las
naciones, enfermas de frontera.
Hay
espacios ya graves: el derrumbe
que
amenaza la mina lo demuestra.
Hay
espacios que nacen, viven, crecen:
se
reciben de tiempo. Son espacios ancianos,
a un
paso ya muy niño de la muerte.
Modelado
de historia y de materia,
el
espacio requiere de su biógrafo
que
arroje las leyendas y lo trate
como
hermano de todos en el tiempo,
nativo
del gerundio y compatriota
de todo
lo que se halla,
si
olvidamos la efímera existencia,
a una
cuna tan sólo del sepulcro.
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