Cigarras en Beijing
Es
la temporada en la que el sol se defiende
de
las gélidas masas de nuestros corazones
y
madura un tallo de vapor
en
el inviolable coto de su rareza.
Confundidas
entre los sauces llorones ellas cantan,
libando
el durmiente juicio de las hojas,
mientras
el tiempo es de alcanfor fuera de los árboles.
Similares
años a los de mi primera infancia
han
permanecido bajo tierra,
preparando
el impasible oficio de su canto,
oyendo
a nuestros muertos,
anticipando
la contienda de los vivos,
celebrando
la ceguera de nuestra habitación última,
endureciendo
de savia el instrumento que ahora consuela
la
fatiga de los viajantes por el demorado vuelo de retorno
al
remo duro del Atlántico.
Deben
ser ya cuarenta grados,
por
cuanto el cuerpo es un estorbo
como
un poema corregido por años
sin
la retribución del reconocimiento.
En
cambio, sus tórax son más propicios
para
el clamor del cortejo,
los
élitros cortan el aire monótono
con
el furor del cortaplumas
sobre
la nuca del invisible enemigo.
Ha
de haber un centenar en ése árbol.
Podrían
batir hasta calcinarse.
Hacen
un sonajero del mundo.
Terminada
la estación,
no
serán más que cáscara
conteniendo
nuestro vicio abandonado.
Beijing, 2013.
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