Concertina para el hambre
La
vida golpea a todos
con
azotes de azar que nos desencuadernan;
llega
el envés,
llega
el viraje virulento
y
se convierte en óxido
lo
que antes era acero rutilante:
son
hechos maltrechos,
deslucidos
encajes del camino de la vida
y
reveses de fortuna
que
nos sacan de la senda
y
nos orillan en la arista misma
con
su pendular hacia la muerte.
Pero
hay almas, al parecer blasfemas
o
ignominiosamente olvidadas,
que
viven en la clausura del olvido
como
reductos negros del desprecio
en
la esquilmada tierra aborigen
y
condenados sin juicio ni cordura
al
olvido de los hombre y los dioses.
Nos
hemos atrincherado
en
el reclamo de lo mío es mío
y
lo tuyo vuestro
—siempre
que no sea del interés general—
y
alambramos el coto, y elevamos la cota,
con
las debidas rendijas para los bienes
sin
comunión con la negra y endémica
palidez
del hambre.
¡Hambre,
hombre, hambre!
¿En
qué pérfida y arrogante cabeza
anida
la exclusión de tu látigo fiero?:
concertinas
para el hambre
no
es música bailable, sino holocausto
indignante,
flagelo, picadura de áspid,
inmoralidad,
indigencia, indecencia, infamia.
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