Elsa Wertman
Era
yo una campesina alemana
de
ojos azules, chapeada, fuerte y feliz,
y
el primer lugar donde trabajé
fue
en casa de Thomas Greene.
Un
día de verano cuando ella no estaba,
entró
en la cocina, silenciosamente.
Me
tomó en sus brazos y me besó el cuello,
y
yo volví la cabeza. Entonces,
ninguno
de los dos parecía saber
qué
era lo que estaba pasando,
y
lloré por lo que sería de mí.
Y
lloré y lloré por mi secreto que se hacía
cada
vez más evidente.
Un
día la señora de Greene me dijo
que
entendía
y
que no me haría la vida difícil;
ella,
sin hijos, adoptaría al niño.
(Él
le dio una granja para hacerla callar.)
Se
escondió en la casa e hizo correr la voz
como
si fuera a pasarle a ella.
Salí
con bien, nació el infante; me trataron
con
tanto cariño.
Después
me casé con Gus Wertman
y
pasaron así los años.
Pero
en las convenciones políticas
cuando
todos pensaban que mi llanto
se
debía a la elocuencia de Hamilton Greene,
no
era por eso,
¡No!
Quería decir:
¡Ése
es mi hijo! ¡Ése es mi hijo!
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