Salmo del Misterio
¡Oh,
tú, aquella de otro tiempo,
perdida
en el camino del mundo!
Tú,
la que apoyaste la frente sobre mi alma,
tomando
así en ella el sitio de la madre;
mujer
esparcida dentro de mí
como
la fragancia entre la selva,
grabada
en mi sueño como una palabra,
clavada
en mi tronco: hacha.
Tú,
la que me ataste la vida a la canción
con
los brazos anudados al cuello,
y
me llevaste a buscarla
en
tus manos y en tus mejillas.
Tú,
llevada como pulsera
en
el brazo del pensamiento,
junto
a la que aspiré
mecer
al hijo de la Humanidad.
Rosa
pura, crucificada
sobre
mi cruz con clavos de diamante,
que
a cada movimiento
pierdes
algún pétalo, alguna estrella.
Tú,
hogar de mis deseos,
fuente
para mi sed encarnizada.
Tierra
prometida por los cielos,
con
rebaños, sombras y cosechas.
Tú,
que has trocado mi camino,
convirtiéndolo
en agua de mar,
para
llevar mi barca solitaria
desde
una vorágine a otra,
mientras
las orillas se agrandan,
como
la noche alrededor de mí,
tanto
como crecen las olas del sufrimiento,
¿dónde
están tus manos para trazar otra vez
en
el aire los caminos de la luz?
¿Dónde
tus dedos para buscar
en
mi corona las espinas?
¿Dónde
tu cadera tendida en la hierba,
abrazada
por los tallos de las flores
que
escuchan dentro de tu seno el suspiro
del
amor que, vencido, se está muriendo?
Tú,
que cuando pasas por las colinas
haces
estremecerse a los chopos
en
toda su estatura,
y
envuelves cuanto encuentras
en
una red fresca y ardiente.
Tú,
que ofreces tus senos
semidesnudos
al beso
de
fuego de mi boca
y
a la avidez de mis manos,
y
contemplas
el
vacío del tiempo cruzado
por
halcones de ceniza y arena,
a
los que el viento presta
una
apariencia sin rostro.
Tú
te perdiste en el camino del mundo
como
una flecha sin blanco,
y
acaso tu hermosura fue creada
sólo
para engañarme.
Mas,
¿cómo no pudiste domar
al
destino que acechó tu vida
y
no supiste extraer del camino
el
odio para vencerlo?
Apresta
tu oído desde la tierra
en
esta hora en que te llamo,
para
escuchar, ¡oh, jamás olvidada!
mi
imperdonable maldición.
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