De Suzuki blues
No
digas mañana
si adiós es un tiempo insomne,
la colina un alma ignota
que a duras penas
se yergue y expira,
un espolón alzado al viento
de las sombras primeras,
el río de un dios
azorado en la penumbra.
Cavo ahí
donde el aire se agosta,
el último bostezo
de una noche en cinta,
el pórtico de luz
suspendido entre la nada
y esa espuma que aprieta
al otro lado del día.
Compasión
absoluta
al otro lado del estío;
una frente de sangre
ilumina la trocha
que hoy supura en el mar.
No temer, no
reír, no
callar el nombre constante
que ahora se desploma, recoger
con el párpado erudito
el sigilo de la hora, la caída
inconclusa de quien tanto
se escuece, no
reñir, no pacer, no
santificar al padre ni mentir,
nunca en la gloria, no
callar, no ver, ya no estar
aquí
no.
En
el tejado el nombre
y el oro de los miserables
tan de pronto mío que ahora aúllo
de pudor y de quebranto.
La fiesta sin alcurnia
redobla en cada pecho,
nadie en la sala bailando
sin pies y en contradanza.
De los balcones un estertor
que trastabilla en la plaza,
un doble engaño:
ríe en el sol la última marmita
y a la luna señala
con doble dedo índice en la nada.
Apenas
no
y el sentido es la luna de hiel
estampada en la orilla de otro miedo
o el mismo gesto
de alientos olvidados
que hoy se elevan
sin pasmo ni perdón.
El ciego de aquí
es el mismo sordo que antes
dirimía las leyes del hastío
y de la ira, cerca
ya la alabarda de la noche
y el celo en paz de la parda mora.
Esas manos, esas manos
serpenteantes en este pecho de plata
turban el ojo antiguo
que en ellas se pierde
cuando calla un violín.
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