Al
compañero de la última fila de la clase
Se
sentaba siempre en la última fila de la clase.
En
la última silla,
al lado de la última
ventana.
Era
el primero en llegar.
Todos
los días.
Puntual como la hoja de un calendario.
Desde
el primer día había roto el orden cuadriculado
que
imponía el alfabeto heredado de nuestros apellidos,
ese
orden cambiante por las lecciones de la obediencia,
que
nos enredaban a base de premios y de castigos.
Nunca
pensé que podría olvidar su nombre,
ese
nombre
que repetía tan solo
por el placer
de
saberlo a todas horas entre mis labios…
pero
lo he olvidado.
Nunca
imaginé que su cara llegaría a confundirse
con
la de esos otros compañeros que
siempre
sonreían
ante
el gesto desesperado de un golpe en la espalda…
pero así ha sucedido.
Pero
aún hoy,
como si
siempre
hubiera
sido hoy,
sigo
sintiendo la misma emoción al entrar en clase
y
verle allí,
sentado en su
pupitre,
esperando,
con
esa ropa que le estaba
siempre
demasiado
grande,
con
ese chándal que cubría
siempre
el
tacto de sus piernas.
Era
el primero en sonreírme por las mañanas.
El
único.
Nunca
he dejado de amarle.
Nunca
he dejado de mover la silla
y mi
pupitre
para
verle
a cada momento,
entre
clase y clase,
para
imaginármelo mientras terminaba un problema
y
ponía la cifra insultante al final del cuaderno.
Aunque
ya no recuerde su nombre,
ni
su cara,
ni
su sonrisa,
y mucho menos el
tacto efímero de sus manos.
Fue
mi primer amor,
el
primero de tantos deseos silenciados,
el
primero con quien sentí la necesidad de permanecer cerca,
de
juntar nuestros labios tan solo para respirar su aliento.
Seguro
que por aquellos años le escribí poemas de amor.
Mis
primeros poemas de amor.
Aún
hoy se los sigo escribiendo.
De: “El
hombre que yo amo”
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