jueves, 11 de septiembre de 2025

JOSÉ MANUEL LUCÍA MEGÍAS

 

  

Al compañero de la última fila de la clase

 

 

Se sentaba siempre en la última fila de la clase.

En la última silla,

al lado de la última ventana.

 

Era el primero en llegar.

Todos los días.

Puntual como la hoja de un calendario.

 

Desde el primer día había roto el orden cuadriculado

que imponía el alfabeto heredado de nuestros apellidos,

ese orden cambiante por las lecciones de la obediencia,

que nos enredaban a base de premios y de castigos.

 

Nunca pensé que podría olvidar su nombre,

ese nombre

que repetía tan solo por el placer

de saberlo a todas horas entre mis labios…

pero lo he olvidado.

 

Nunca imaginé que su cara llegaría a confundirse

con la de esos otros compañeros que

siempre

sonreían

ante el gesto desesperado de un golpe en la espalda…

pero así ha sucedido.

 

Pero aún hoy,

como si

siempre

hubiera sido hoy,

sigo sintiendo la misma emoción al entrar en clase

y verle allí,

sentado en su pupitre,

esperando,

con esa ropa que le estaba

siempre

demasiado grande,

con ese chándal que cubría

siempre

el tacto de sus piernas.

 

Era el primero en sonreírme por las mañanas.

El único.

 

Nunca he dejado de amarle.

 

Nunca he dejado de mover la silla

y mi pupitre

para verle

a cada momento,

entre clase y clase,

para imaginármelo mientras terminaba un problema

y ponía la cifra insultante al final del cuaderno.

 

Aunque ya no recuerde su nombre,

ni su cara,

ni su sonrisa,

y mucho menos el tacto efímero de sus manos.

 

Fue mi primer amor,

el primero de tantos deseos silenciados,

el primero con quien sentí la necesidad de permanecer cerca,

de juntar nuestros labios tan solo para respirar su aliento.

 

Seguro que por aquellos años le escribí poemas de amor.

Mis primeros poemas de amor.

 

Aún hoy se los sigo escribiendo.

  

De: “El hombre que yo amo”

 

 

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