Fueron
los animales
Hoy
mi hermano trajo un pedazo del arca
envuelta en una bolsa de plástico del súper.
Puso
la bolsa en la mesa de mi comedor y la desanudó
para revelar una madera fracturada de un pie de largo.
Dio un paso hacia atrás y la señaló con un gesto
de brazos y manos abiertas:
Es
el arca, dijo.
¿Te refieres al arca de Noé?
¿Acaso hay otra? respondió.
Lee
la inscripción, me dijo.
Dice lo que sucederá al final.
¿Qué final? quise saber.
Se rió, ¿A qué te refieres con «¿Qué final?»?
El final final.
Luego
la extrajo. La bolsa de plástico cascabeleó.
Sus dedos, lisos por las ampollas de la pipa.
Sostenía con tanta gentileza el trozo de madera quebrada.
Había olvidado que mi hermano podía ser gentil.
La
puso sobre la mesa como la gente en la televisión
coloca objetos que podrían estallar
o activarse —la colocó justo al lado de mi taza de café vacía.
No
era un arca
—era la orilla rota de un marco para fotos,
tallada con flores en la superficie.
Recargó
la cabeza en las manos.
No
debía mostrarte esto…
Dios, ¿por qué le mostré esto?
Es tan antigua —Ay, Dios,
es tan vieja.
Bueno,
cedí. ¿Dónde la conseguiste?
La chica, dijo él. Ay, la chica.
¿Cuál chica? pregunté.
Desearás no haberlo sabido nunca, me dijo.
Lo
observé pasar sus dedos deshechos
por el trabajo floral y despostillado de la madera.
Deberías
leerlo. Pero, ay, no podrías tolerarlo
—sin importar cuántos libros hayas leído.
Estaba
equivocado. Pude tolerar el arca.
Incluso pude tolerar sus dedos maravillosamente jodidos.
Cómo, casi, brillaban.
Fueron
los animales —a los animales no pude tolerarlos
—subieron
por la pasarela y entraron a mi casa,
rompieron el marco de la puerta con sus cascos y caderas,
me pasaron de largo, entraron en mi cocina, en mi hermano.
Sus
colas serpentearon sobre mis pies antes de desaparecer
como los cables de las aspiradoras rebobinándose en los huecos
de las clavículas de mi hermano. Los colmillos rayaban las paredes,
extendiéndose
hacia él: ñus, cerdos,
los oryx de negra y concordante cornamenta,
jabalíes, jaguares, pumas y aves de rapiña. Los ocelotes
con sus rostros matemáticos. Tantos tipos de cabras.
Tantos tipos de criaturas.
Quería
seguirlos, llegar al fondo del asunto,
pero mi hermano me detuvo.
Esto
es algo serio, dijo.
Tienes que entender.
Puede salvarte.
Así
que tomé asiento, con mi hermano arruinado y abierto así,
y, de dos en dos, las bestias fantásticas
lo desfilaron. Me senté, mientras el agua caía sobre mis tobillos,
se elevaba a mi alrededor y llenaba mi taza de café
antes de que flotara lejos de la mesa.
Mi
hermano —abarrotado de sombras—
un casco de huesos, encendido por dientes y colmillos,
levantaba bien alto su arca en el aire.
De:
“Poema de amor poscolonial”
Versión
de Elisa Díaz Castelo
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