Morir
cada día
Morir
cada día
significa cortar todos los excesos de tu vida monótona,
es decir, la poesía antes que los cabellos rebeldes,
el significado antes que las uñas ostentosas,
y la intuición antes que la piel dura.
También,
los deseos desbocados, como un caballo salvaje.
Y aprender a seguir las líneas de las cosas más pequeñas,
ni más pequeñas que eso ni más grandes que lo demás.
Seguir las sombras de estrellas muy lejanas
y no lamentar el misterio de sus secretos.
Y contemplar también el cielo,
que siempre ha sido tu destino claro en el lecho de la noche.
Y adivinar el significado de esos pequeños puntos
que no tienen relación con las estrellas,
que tienen un color rojizo, pero que no es exactamente rojo.
Y
respirar profundamente.
Todas esas exhalaciones que provienen de algún lugar,
cercano, pero no tan cercano.
Sentir la muerte cada día
significa ajustar tu reloj al horario habitual
en los colores del momento que pasa.
Y gritar a todos para que despierten de su letargo,
se bañen, desayunen y salgan uno tras otro
de la caja de la casa hacia otras cajas similares.
Y esforzarte al máximo para proteger sus espaldas
del milagro de inclinarse ante el viento polvoriento.
Cada día
significa sentarte solo en el balcón de la existencia
y no encontrar a nadie que te escuche,
que suspire por la maravilla de tus historias,
o que se entristezca por los detalles de tus atuendos antiguos,
o que escriba estas palabras que deletreas con total libertad.
La muerte llega,
y tiene tus ojos, como leí una vez en un poema de un poeta suicida.
Pero no ha llegado aún,
y nunca tendrá mis ojos.
Más bien, la muerte llega cada día,
la encuentro en mis viajes diarios.
Llega,
poco a poco,
segura de sí misma,
y pausada.
Y aparecerá sin duda en la yema de tus dedos,
un dedo tras otro,
apoyándose en una verdad
que dejará de existir con el tiempo.
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