A
Rubén
Rubén
Darío
repugnante
y amado figurón
en
cursis monumentos de las plazas;
eres
inaguantable.
Tu
nombre pesa montañas sobre nuestros hombros;
no
podemos seguir bajo tu carga.
Te
has convertido
en
el viejo maniático y gruñón
en
el abuelo fantasma
vestido
con tu largo camisón
con
la sábana sucia como capa.
Eres
el muerto misterioso
con
el que la mamá nos amenaza.
Tienes
que convencerte que es horrible
andar
con un Rubén sobre la espalda
y
más horrible aún
encontrarte
en las aulas, en las plazas,
montado
sobre un cisne o su centauro,
en
las tapas de los cuadernos con rayas
en
cajas de cerillas y bombones,
en
pañuelos y en faldas,
y
en las horripilantes mojigangas
con
que Febrero anual roe tu fama.
Ya
no hay dónde escapar que no nos halles;
cada
paso que damos, cada palabra,
cuanto
hacemos lo miden con la vara
de
medir que está sobre tu estatua;
cada
verso
labrado
en fiel trabajo
de
nuevo con tu ceño nos encara,
y
tu gesto desdeñoso y olímpico
ahuyenta
el entusiasmo
de
mi festiva y juvenil comparsa.
Sin
embargo, te amamos,
Rubén,
“paisano inevitable”,
Rubén
de nuestra sangre y nuestra raza,
a
pesar de tu exótica insolencia,
de
tus zarzuelas con marquesas y con faunos
de
las mascaradas en que te disfrazabas,
de
Dios griego, de monje, de aristócrata,
de
embajador de farsa con medallas.
Te
amamos porque a veces
te
ponías triste
con
la tristeza original de nuestros indios
que
gimen en silencio
y
lloran sin lágrimas.
Te
amamos porque a pesar de tu snobismo
de
rico reciente, de noble de nuevo cuño,
a
veces, con afectado olvido
confundías
en las plumas del tricornio
tu
pluma de cacique, disimulada
(no
tanto que no la notaran los de España)
y
con ella, empuñada como lanza,
escribías
cosas hondas y amargas.
Te
amamos porque en lo íntimo
de
la noche callada
te
abrías la levita
constelada
de bisutería y piedras falsas
y
mostrabas bañado en roja sangre
un
trozo de carne palpitante
que
era el propio corazón de Nicaragua.
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