Un
día, por encima de los años, mi cuerpo
abandonará
penas, alegrías,
la
sed de ser, el sueño y los ensueños,
y
despojándome de todo igual que la serpiente
de
su vieja piel,
me
deslizaré entre la hierba de los grandes silencios
fantasma
de sátiro difunto,
y
desde la insondable sombra veré la vida,
ella
-con mozas gráciles y labios jóvenes,
y
yo- con una copa destrozada en la mano.
Mis
canciones, sonoras caracolas,
sin
mí se quedarán en el ribazo,
amarillas,
azules, rojas, blancas,
las
finas espirales agudas hacia arriba.
En
algunas, quizás,
los
cangrejos de blandas espaldas
se
acurrucarán
dejando
sus tijeras cortadoras afuera,
temiendo
a las estrellas de mar.
Otras,
sin embargo,
los
niños, dando saltos en la arena,
las
alzarán al sol, resplandecientes,
y
tal vez
sobre
una,
alguna
niña
apoyará
el oído
para
escuchar el son profundo de lo eterno,
en
tanto que el ardiente ímpetu del futuro,
de
una orilla a la otra,
sobre
los continentes,
tejerá
sus canciones nuevas sobre las ondas.
¡Ay!
Y yo no estaré allí
y de
los agujeros de mis órbitas
se
escurrirán grandes granos de oscuridad.
Pero
las caracolas rojas, gualdas, azules,
que
los niños harán danzar al sol,
brillarán
más hermosas,
y
una muchacha encantará su oído
con
la sonora caracola
oyendo
el porvenir.
Versión de Rafael Alberti y María Teresa
León
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