lunes, 16 de enero de 2023

CARLOS CALERO

 

 

Se parece a la abuela de Pamuk



Abuela no piensa en las playas de Ankara. Las tiene en su cabeza tejidas con puertos y nostalgia. Una ciudad es la sal en la memoria de un océano. Sus ojos han dado calles a la bondad de un paraguas y la arena, y zurce aldeas blancas como pañuelos. Desde un nogal para los sueños, hizo de sus recuerdos nietos modernos y la masa azul que siempre llama cielo. Otras ocasiones serán macetas o corredores entre un violín sin clavijas y la última telaraña destejida por un árbol de follaje encalado. Ah, mi abuela se deja amar por los silencios brumosos del ser y lo que aún le niega la vida. No es la anciana petrificada, sino quien ríe con historias en las manos. Hija de guerreros y un país antiguo entre el mar y la arena triturada por cascos otomanos. Una casa de puertas altas. La casa del portón, abierta con la llave del misterio traído desde épocas y dioses dueños del aire y la tierra. La abuela que vio a su Dios con un dedo y el zapato viejo, hablando de oboes y manadas de caballos. Mi abuela escucha el wolkwagen y lo confunde con el lomo de una caravana tragada por el lago que amanece rojo. Pamuk nunca ha pensado en esta abuela ni puesto sus ojos en la bahía, donde flota un pájaro que se hunde como cola de ballena.

 
 
De la antología: “No basta fingir o imaginar que somos tigres”

 

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