Zapato
Cuando
sabemos que el zapato carece de dueño existen laceraciones provocadas por el
tiempo y dudamos sea el que utilizamos. Todo zapato tiene historias con las
puntas rotas. Todo zapato tiene arrugas y me conforta. En todo zapato, bajo la
memoria de la suela, existe un artesano quien nos muestra jornadas y noches que
abominan a los zapatos. Pensamos que resultaría una fealdad terrible
desecharlos. Siempre vemos más de algún zapato tirado en el fondo de un patio,
distinto al que usaron las legiones y beduinos mientras dormían escuchando
chacales, cuchicheos de astros o el zumbido de un sable contra el aire y sus
cabezas. Toda zapatera tiene una biografía de rastros, un rincón del dormitorio
donde respiran los grandes descubridores de la seda, el carbón, el fósforo, los
bajeles, canes y felinos sin pelambre, o una gota de tregua entre los imperios
y las guerras. En la memoria existen altares para los zapatos. Da Vinci no los
olvidó al abordar un submarino. Estuvieron tras bastidores en sus
autorretratos. Amstrong no sé si abrazó la ternura de la penumbra de nuestro
satélite con un dios y el asombro, a diez metros de distancia, para imponerles
un silencio de zapato. Un zapato me habla del lomo de una vaca argentina,
inglesa, española o el toro desconsolado y oprimido por el secreto terrible en
Creta. El zapato alza pañuelos, muerte, amores y puñales con flamencos, valses,
congas, tangos, en la noche de las calzadas y las lunas. Los zapatos son Van
Gogh y Andy Warhol bajo la luz rural de los girasoles o el alma del pop art con
zapatos flotantes, ingrávidos. Pero el zapato que amo y uso nació de las manos
de mi padre y el oficio del silencio donde cabía la geometría de la infancia y
el recuerdo. Y con esos zapatos me entregué a la vida, tracé mi destino con
líneas imprecisas, hasta encontrarme con los pasos donde otros zapatos nos
dijeron que, antes de desecharlos, les inventáramos un nombre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario