viernes, 6 de enero de 2023

CARLOS CALERO

 

 

 

Zapato

 

 

Cuando sabemos que el zapato carece de dueño existen laceraciones provocadas por el tiempo y dudamos sea el que utilizamos. Todo zapato tiene historias con las puntas rotas. Todo zapato tiene arrugas y me conforta. En todo zapato, bajo la memoria de la suela, existe un artesano quien nos muestra jornadas y noches que abominan a los zapatos. Pensamos que resultaría una fealdad terrible desecharlos. Siempre vemos más de algún zapato tirado en el fondo de un patio, distinto al que usaron las legiones y beduinos mientras dormían escuchando chacales, cuchicheos de astros o el zumbido de un sable contra el aire y sus cabezas. Toda zapatera tiene una biografía de rastros, un rincón del dormitorio donde respiran los grandes descubridores de la seda, el carbón, el fósforo, los bajeles, canes y felinos sin pelambre, o una gota de tregua entre los imperios y las guerras. En la memoria existen altares para los zapatos. Da Vinci no los olvidó al abordar un submarino. Estuvieron tras bastidores en sus autorretratos. Amstrong no sé si abrazó la ternura de la penumbra de nuestro satélite con un dios y el asombro, a diez metros de distancia, para imponerles un silencio de zapato. Un zapato me habla del lomo de una vaca argentina, inglesa, española o el toro desconsolado y oprimido por el secreto terrible en Creta. El zapato alza pañuelos, muerte, amores y puñales con flamencos, valses, congas, tangos, en la noche de las calzadas y las lunas. Los zapatos son Van Gogh y Andy Warhol bajo la luz rural de los girasoles o el alma del pop art con zapatos flotantes, ingrávidos. Pero el zapato que amo y uso nació de las manos de mi padre y el oficio del silencio donde cabía la geometría de la infancia y el recuerdo. Y con esos zapatos me entregué a la vida, tracé mi destino con líneas imprecisas, hasta encontrarme con los pasos donde otros zapatos nos dijeron que, antes de desecharlos, les inventáramos un nombre.

 
 
 

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