Un
poco de sombra y un beso
Ayer
descubrí que mi vecino
es
vendedor de aguacates.
Lo
vi salir al amanecer
con
su disfraz de árbol encantado
y no
pude ocultar el asombro:
la
palangana enorme
sobre
la cabeza florecida,
el
tronco firme,
las
sandalias vueltas raíces.
Nunca
antes había visto
a un
vendedor de aguacates
salir
de una casa
—de
su propia casa—.
He
vivido,
no
sé cuántos meses, a su lado.
De
tanto verlos calle arriba
creí
que vivían, plantación adentro,
junto
al árbol que los vio nacer,
y
que dormían entre los frutos caídos
como
otro fruto caído.
Ahora
sé que están entre nosotros
ocultos,
como agentes secretos
de
un estado fallido.
Antes
de partir
deja
caer sobre su pequeña
un
poco de sombra y un beso;
ella
agita su mano hasta que él
es
solo un ramaje difuso
al
borde del camino.
Una
corriente de aire
lo estremece
a lo lejos,
lo
tambalea, y
yo
me pregunto,
cuántos
aguacates habrá que vender
para
tener derecho al paraíso.
En
ese momento
ella
me descubre y sonríe
—le
calculo un año y medio o dos
sobre
el mundo—.
Su
padre se ha ido,
y
ella ríe.
Quizá
piensa en lo ridículo que me veo
sin
palangana y sin raíces.
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