lunes, 29 de septiembre de 2025

ROGELIO SAUNDERS

 

 

Desexilio

 

 

Me escapé

del interminable

cañaveral,

y ahora estoy

mirando la

oigopa

de antiguos parapetos,

los

pastos verdes sin fin

bajo los cuales

sin duda

fluyen también

el silencio

el olvido

y la sangre.

Nada cesa

aquí

donde todo

de algún modo

ha muerto.

Hay un pueblo invisible

bajo los rieles.

Canciones nocturnas

que ascienden

como fuegos fatuos.

El rastro

de fuego

de la poesía

es un gran peso muerto. El

insonoro cadáver

que arrastra un pálido

asesino,

indigno del antiguo

y fiero

oficio

del guardabosques.

No hay ninguna hacha

enterrada

bajo los abedules.

Sobre el relumbre indiscreto

del paisaje

fluye, como una marquesina,

la vieja

consigna: Tempus fugit.

Rostros antiguos

y vacíos. Excavados

por una angustia

demasiado

sostenida,

por un sueño

demasiado vasto

y confuso

y sórdido. El

sueño del corazón

hinchado

por el ansia romántica.

El tullido

yo errante de las alcantarillas,

la

indetenible

sombra de nerval con su

desarbolado

albatros-langosta,

pasando junto a un

chansonnier que silba,

último hombre en pie,

soberbio,

con la giganta-niña

a sus pies,

ahíta de semen,

oh noche impar de la hecatombe,

del gran toro ciego que baila

dormido en medio del aguacero,

perplejo entre los barriles que ocultaban

a la gorda dietrich de su amante

tuberculoso y epiceno,

hoy más que nunca tú eres eso,

tú, la charca, la claridad

glauca de la epidemia,

el sol amarillo flotando en la

sorda pupila del judío

de nariz hinchada,

roja contra el cristal sin brillo del bistrot,

grandioso incomprendido vástago del

siempre póstumo

papa goriot

solo en la estepa veloz

con su caspa de hielo y su boca

indescriptible

abierta

y muda.

Ya sé que nadie

podría decirnos

quiénes somos.

Mudos y anónimos

entrechocamos los codos

insomnes

en la barra inexistente

al sordo desleírse de pasos

de caballos

que tampoco existen.

Hay huecos de obuses

por todas partes,

y el brillo dudoso

de las alcantarillas.

Ese hedor temible

hoy sin valor alguno,

al cabo de todas las tragedias.

Como si hubiera

inadvertidamente, advenido

una tragedia última

de colosales

dimensiones

y de

incalculables

consecuencias.

Tragedia

invisible.

Muerte

invisible del hombre,

cambiado en símil,

en puro de

signio nimio. En

tintineante

círculo de latón

que

rota y ríe

callejuela abajo

perseguido

por una muchedumbre

de números.

La gran cara del payaso o

simple

clown de invisibles

rayas. Rayado

por el retardado

sol, caminando

hacia atrás

o

desesperadamente

hu

yendo con

todos los

invisibles otros

de ansiosas

bocas sedientas, de bocas

de guillaume, de caras

rajadas a cuchillo,

distendidas

a fuerza de olvido,

de inimaginable

lentitud

y sequía,

y sueño

de entretelas,

de fulminantes

fardos

caídos a destiempo

y de

fragorosas aceras

que avanzan

hacia el vacío,

llevando enseres

opacos, y listas

agujereadas,

como

artificiosos

restos del día.

Las aves

y las rosas

electrocutadas en los alambres

ladran un discurso

sin sílabas

a la luna de cartón-piedra.

Diógenes ha vuelto

con una linterna

de luz negra.

Lo siguen cinco estúpidos

alabarderos mecánicos

devotos de sturlusson

y su inútil

balbuceo en la estepa,

en el ondulado

zinc de grandes batallas.

El arte de los bardos

ha muerto en la celosía

de los almenares.

No legaremos nada

a nuestros descendientes.

Elevaremos

a magi y sacrum

la imitación

de las bacterias,

pequeños y victoriosos

como siempre

en medio del charcutante

doppeluniversum.

El hilo rojo nos guía

por entre la selva oscura.

Pero también

de él prescindiremos

en el instante

salvaje de la libertad.

Los que deben morir

morirán. Y des-a

parecerán.

Es así. Será así.

Ya tenemos

la mirada rapidísima

de la rata

y el olor eterno

de los suicidas-niños.

Miro el alba

con mi falsa cabeza

de bronce

y mis ojos

completamente redondos,

rectilíneos-esféricos.

Todos los héroes

han muerto.

Las mariposas de hojalata

vuelan con rabia tornasol

sobre la derruida

tumba del ídolo-cometa.

Su risa roja, enorme

mueve con trazo negro la

pésima ola que encalla

una y otra vez sobre la misma

solitaria péndulaymaderamen.

Con increíble

dificultad la insomne

cabeza inicia un canturreo

que acaba en seguida en

gulp

cadavérico.

El sueño del clinamen

tiene los ojos en blanco.

Los adolescentes psicopompos

humedecen sus dedos blancos

en la blancura estremecedora

que empolva los jubilosos

esqueletos.

Sonámbulos, recomienza la danza.

El triángulo vertiginoso.

El agua verde y la luz tendinosa

se cruzan bajo el cerrado improviso.

Los campos negros reaparecen

en lontananza

cantando la guerra y sus torvas

figuras de cartón

apedreadas por el viento.

Pasan los peregrinos silentes

borrachos en la luz negra del alba.

Con fijos ojos de greda

Diógenes mira la hastiada

silueta de la tumba, y el brazo

fantástico que divide

el mar infinito de olas de hielo.

Cruza los pies engualdrapados

en mezclilla, y bebe de la botella

de los condenados,

con el glog-glog con que se escurren

por el caño de plomo y cinabrio

todos los sueños perdidos,

y el lejano

sonido de flauta del cristalero,

tijera en mano,

intraspasable como la hilaza

de ceniza y fría cabeza de muñeco

del laberinto.

 

 

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