Sueño
de infancia
Esa
noche yo tenía que permanecer acostado sobre los muertos
y darles de comer el pescado seco que había sobrado la noche
anterior. Unos habían sido condenados por inocentes y eran
la mayoría; otros, por encontrarse desnudos durante los servicios
religiosos. Pero no es la hora de esclarecer recuerdos
difusos. Yo buscaba una mano caliente todavía
en cuyas arterias desgarradas corriera un
poco
de sangre inoficiosamente coagulada. En
vano.
Soy incapaz de decir como estaba vestido
y ansiosamente apretujado de odio. De
temor. Pero los
cuerpos ya estaban disecados de antemano: restos de músculos,
nervios, huesos oscuros, todo sumergido en un charco de
formalina
entonces comencé a sacar timbales y
anteojos oscuros
de los cráneos y fui construyendo, en el
punto más alto de
la fiebre ritos obscenos, diálogos
desnudos para el amor,
fragmentos de poemas sin odio ni tristeza,
y así llegó el tiempo de mirar lentamente cada una de las
órbitas vacías —cegadas por lágrimas purulentas—
inclinado violentamente sobre un seno
arrugado
me puse a mamar en el más atroz de los
silencios.
Para entonces había dejado de creer en
todo. Algunos de mi
generación subterránea siguen empleando, desde aquella noche y
como única arma, la ironía contra las cosas; otros, meditan
sentados sobre la tumba de Vallejo, bebiendo a grandes tragos
una especie de cicuta metafísica. Pero ninguno estuvo conmigo
aquella noche, y algunos conservan todavía
sus máscaras pintadas colgando de los
agujeros
cerebrales
amenazando destruir las palabras, las
oraciones, los salmos.
Esa noche, al final del corredor, me entregaron un par de manos
y un libro en blanco, para encarnar el Testimonio y la Locura
De: “Obscenidades
para hacer en casa y otros poemas”
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