Insurgencia
No
da la mata más planetas.
El
mercurio verdoso
roe
mantos del mar,
la
escalera del purgatorio
y
sus peldaños
de
animosa hiedra.
Mas
yo no pierdo
más
el día
junto
al pantano
que
eructa y expulsa
coronas
de hierro,
centelleantes
fémures de fósforo,
pisapapeles
que sujetaban el revuelo
del
cerezo en flor.
A
flote salen
luminiscencias
en letargo.
Remo
hasta perderme
y
encontrarme al otro lado
de
unas órbitas vacías.
Una
reina ahogada
resurge
y grita
por
mis poros,
vuelve
a la vida
clavando
mástiles de cantos
en
témpanos de oro.
Vuelan
hacia la superficie
jeroglíficos
de corcho,
cabelleras
y guirnaldas,
doblones
y marfiles
que
el esqueleto de un pirata
suelta
de golpe,
sorprendido
por otra muerte
más
profunda.
Aflora
también
la
domadora del infinito,
la
súbita conciencia
llamativa
como nunca:
la
noche la baña
con
su esperma de diamantes.
¡Ya
surgen resplandecientes huevecillos
de
otras comarcas virginales!
Un
viejo carguero estalla
al
tocar con la proa,
pensamientos
puros
en
cabezas minadas.
Me
crece un pequeño rostro
en
la nuca,
pasado
y futuro
se
revelan de consuno:
el
niño que hay en mí,
es
todo lo que hay en mí.
Yo
vine a robarme huevos
con
una colmena adentro,
cascarones
que al romperse
mil
migraciones liberan
en
una sola bandada.
No
soy joven ni viejo,
ni
dueño del fuego ni su esclavo.
Sólo
sé que grandes bofetas
de
piedra y de olvido
me
despiertan,
sólo
rayos
con
filo de amatista
cortan
las amarras,
la
venda de opio,
la
engañosa mordaza de palabras,
el
tramposo párpado de hielo
que
se compromete a no mirar y mira.
Sólo
sé trazar
delgadas
estelas mayas
con
mi muñón de boa,
repartir
gotas de hombre
a
las sedientas estrellas,
cardar
la lana,
levantarme
temprano,
salir
de misa
con
los santos atrapados
en
la cauda de mi flauta.
Sé
que el fondo del océano
emerge
empujado
por
buzos cantores
y
que un día cualquiera
el
hombre baja a su corazón
y
sin recordar
los
siglos que estuvo ausente
decide
quemarse vivo,
bonzo
vegetal,
dalia
lenta
iluminada
por la eternidad.
Piso
fuerte
para
que se vaya el suelo.
No
me interesa la costra
en
que los demás levantan
su
pobre mundo.
No
da la mata más planetas,
por
eso me concentro
en
la mesa blanda
donde
mi plato se sumerge,
en
el árbol horizontal
que
me detuvo
entre
las paredes del barranco.
Pienso
en el pasamanos
forrado
de piel humana
y
en su caricia
trenzada
al horizonte.
¿Qué
tal si la clara corriente cotidiana
llega
a ser un día
la
verdadera excepción macabra?
¿Es
más creíble
el
apagado reino evidente,
sólo
porque a diario
padecemos
sus alucinaciones?
Inmóvil
estoy,
árbol
de fuegos fatuos,
sílaba
repleta de plegarias,
erizada
orilla
que
arroja al vacío
el
pletórico mapa del tesoro.
Abandono
la luz del trébol.
Que
me perdone la gaviota
anidada
con todo y vuelo
en
la fronda del ocaso,
que
me perdonen los amantes
de
nuevo invocados
por
la pureza que creían llamar.
Recomienzo
mi vida,
mancha
que da flores
en
el borrador de otro universo.
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