domingo, 2 de marzo de 2014

VICENTE MOLINA FOIX




Henry James


De mis postreras deducciones llego a pensar que este escritor mantuvo -durante mucho tiempo- una compensación onírica.

Parece ser que todo sucedía de la siguiente forma: a los pocos minutos de entrado en la Caverna, y con operaciones envidiables, muy extrañas, de pulgares cruzados,
chasquidos de la lengua, silbos desacordados, el fulgor permanente de una lámpara azul,
se presentaban en la estancia unos cuantos sujetos -protagonistas de los hechos-, bien adiestrados para aquello por embozados de tradición.

En los últimos años, por lo menos, las imágenes fueron siempre las mismas (y también
el lugar de la escena): un pájaro ideado, con el plumaje al viento, reconstruido en cera,
plástico y cartón, hermosísimo objeto de cuyo resplandor la habitación súbitamente se encendía; un hombre deformado, con la cara rayada y ostensible carencia de curvas,
cualquier ángulo, cabello, ojo izquierdo y palabras ( sin vestido adecuado, torpemente aliñado, y sin dientes, sentado en una tabla, difícilmente habituado al fluido carnal
de aquella casa); y -por si elegir fuera ya fácil- una tercera instancia, la de la reflexión
ajena a la belleza, que suscitaba una forma débil y cenicienta, unas tablas de ley, plumas pintadas, restos de muebles que sostuvieron una preciosa culpa, los polvitos de magia
que ya no cambian nada.



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