Casa
de Piedra
Era
corriente
y
deslucido
y
mohíno
el
ademán,
con
que dábamos la espalda a la casa de piedra de mi padre
para
hondear faldas floreadas
y de
luz
en
nuestro puerto desecado.
Por
primera vez
y sin
nodriza,
bordeábamos
la arcada de la tarde,
todo
para no ver
las
manos de piedra de mi padre
oscureciéndolo
todo,
apresándolo
todo,
sus
palabras de piedra
y
cascarrina
lloviendo
en el jardín de la sequía.
Y
nosotras en fuga hacia calles blanqueadas
y
farándula de mediodía
y
ellos repitiendo
en la
puerta de piedra:
catorce
años,
falda
corta,
zapatos
rojos sin usar.
Éramos
en avidez musical
y de
fasto
y
malabares,
ante
la lustrosa acera,
antes
de quedarnos parados
y sin
voz
para
ver la desolada estampa,
la
ruina.
Pues
el silencio,
que
no el bullicio de los días,
atraviesa.
El
silencio,
que
es que son treinta y dos los ataúdes
vacíos
y blancos.
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